Referencias místicas

1. "SER CRISTIANO EN LA IGLESIA DEL FUTURO"(KARL RAHNER)
Christsein in der Kirche der Zukunft, Orientierung 44 (1980) 65-67
Decisión personal del cristiano y experiencia de Dios.
      Es indudable que los tiempos están cambiando profundamente en muchos aspectos, que
influyen notablemente en la expresión de la experiencia espiritual. Esta ha sido siempre algo muy personal, la decisión de fe la ha debido tomar el individuo por su cuenta en algún momento de su vida. Sin embargo es verdad que, hasta hace poco, la fe del individuo se daba en un contexto, en un medio más homogéneo, en una situación cristiana que se dejaba ver incluso en el marco de la sociedad civil. Uno podía manifestar su fe sin que la mayoría de los que le rodeaban considerasen eso como algo ridículo o sin sentido. Casi podía parecer que el creyente no ejercitaba su responsabilidad personal a la hora de hacer su decisión. El hombre no chocaba, al tomar sus decisiones de fe, de esperanza y de caridad, contra un ambiente increyente,desesperanzado, sin amor. En una palabra, el ambiente ayudaba. Hoy todo ha cambiado.

 La fe vive en un mundo secularizado, ateo, técnicamente racionalizado; un mundo en el que, para aparecer como sensato, uno debe justificar racionalmente todos los pasos y decisiones personales que dé; un mundo en el que la expresión de la fe y la mística se ven obligadas a callar. Hoy es más necesaria que nunca la decisión personal. De ahí que pertenezca a la espiritualidad actual del cristiano el valor para la decisión personal en solitario, en contra de la opinión pública. En esto se parece al valor de los primeros siglos del cristianismo, la época de los mártires. Y tanto más cuanto que hoy la misma expresión eclesial y pública de la fe no se dedica a apoyar la decisión del individuo sino que más bien depende de ésta. Ahora bien, tal valor personal sólo es posible a partir de una profunda experiencia individual de Dios y de su Espíritu.

 Podemos decir, pues, que el cristiano del futuro será un místico o no será cristiano. Pero debemos entender bien el significado que damos a la palabra "místico". No se trata de un fenómeno parapsicológico sino de una auténtica experiencia existencial de Dios. La fe no proviene de una indoctrinación exterior, no es un producto de la publicidad, no es fruto de una
argumentación teológico-fundamental. Por el contrario nace de una experiencia de Dios,
de su Espíritu, experiencia que surge en el interior del hombre y que es difícil de ser
objetivada verbalmente. Se trata, pues, de una verdadera posesión interior del Espíritu:
el cristiano, en la oración del silencio, en la decisión definitiva tomada en conciencia
que nadie va a recompensar, en la esperanza ilimitada que no se puede apoyar en
ninguna garantía calculable, en la impotencia de la muerte, en la noche del espíritu, etc.,
hace la experiencia de Dios, incluso si no la puede etiquetar teológicamente, en la
medida en que la acepta y no huye de ella -culpablemente- por miedo. Sólo a partir de
esta experiencia de Dios, cobra sentido el mensaje teológico de la escritura y de la
iglesia, y se hace digno de su fe.

Auténtica comunicación humana en el Espíritu Santo Una nueva característica de la espiritualidad futura está en tensión dialéctica respecto a la ya mencionada de la experiencia personal e individual de Dios. Me refiero a la sociedad fraternal, comunitaria, que es un elemento también esencial para que se pueda dar una auténtica experiencia del Espíritu en el mañana. Al hablar de este elemento, nosotros, los ancianos, sólo lo podemos hacer con gran cautela y cuidado, pues en la espiritualidad de nuestro tiempo -la del pasado- este elemento comunitario sólo lo hemos podido vislumbrar. Y esto lo digo porque nosotros hemos nacido y hemos sido educados en un ambiente totalmente individualista; es verdad, con todo, que hemos realizado con gusto, como tarea propia, la liturgia de un modo comunitario. Este
individualismo ambiental ha invadido incluso la más auténtica experiencia del Espíritu,
la mística, entendida en la mayoría de los casos como suceso individual, reservado a la
meditación, la conversión, los ejercicios espirituales privados, realizados en la celda del
convento. ¿Dónde se pensó en -y se anheló- una experiencia comunitaria del Espíritu
por el estilo de la de Pentecostés, que debió ser una experiencia comunitaria del
Espíritu?

          Por supuesto que tal "experiencia colectiva" no puede y no quiere eliminar en el
individuo cristiano la radical decisión personal propia de la experiencia de fe. Pues
individualidad y comunitariedad no son magnitudes reemplazables la una por la otra.
Pero ¿por qué no iban a tener los jóvenes laicos y clérigos ahora - y sobre todo en el
futuro- un acceso más fácil a las experiencias comunitarias del Espíritu? ¿Por qué no
iban a pertenecer a la espiritualidad del futuro fenómenos como la deliberación
comunitaria, la verdadera comunicación en las dimensiones propiamente humanas y no
meramente técnicas, la dinámica de grupos, etc., los cuales se propagan y son
santificados por una experiencia comunitaria del Espíritu, creando así una comunidad
auténticamente fraternal?
    
     Para ello no hace falta que se den fenómenos extravagantes como los que encontramos a veces en los movimientos pentecostales americanos (p. ej: hablar en lenguas). La oración, al comienzo de una reunión entre cristianos, ¿es simplemente una piadosa ceremonia inicial que no tiene repercusión ninguna en el desarrollo posterior de la reunión? ¿No podría haber, en el futuro, una especie de guru o padre espiritual de la reunión, que dé a otro una orientación espiritual que no pueda ser reducida adecuadamente a la psicología, a la dogmática ni a la moral?
    
    Yo sospecho, en suma, que en la espiritualidad del futuro el elemento de una comunidad fraternal-espiritual, una espiritualidad vivida en grupo, puede y debe jugar un papel
mayor. No soy capaz de dar la fórmula mágica para llegar a ella. Se pueden ofrecer sin
embargo algunas pistas, algunos caminos que, en parte, ya se siguen (dinámica de
grupos, oración comunitaria a partir de la lectura de la Biblia, etc.), pero que deben ser
clarificados y desarrollados.

      Paciencia can la forma de siervo de la Iglesia Quiero mencionar todavía otro elemento de la espiritualidad del futuro: una nueva eclesialidad. Tal eclesialidad es, en principio, evidente por sí misma para una espiritualidad católica, ya que ésta es comunitaria y se realiza sacramentalmente. Pero, se quiera o no, tal eclesialidad tendrá en el futuro una forma diferente a la que estábamos acostumbrados en el último siglo y medio de los Papas Pío (de Pío IX a Pío XII). La iglesia era la casa amada, casi, de un modo entusiasta; la patria natural, que nos daba abrigo y que cuidaba de nuestra espirituali dad. La iglesia nos llevaba en brazos y ella no necesitaba ser llevada por nosotros. Hoy las cosas son diferentes. Nosotros no experimentamos la iglesia como la señal elevada entre las naciones, según la visión del
Vaticano I. La vemos, más bien, como la pobre iglesia de los pecadores; como la tienda
dei desierto del peregrino pueblo de Dios, sacudida por todos los vientos; como la que busca con trabajo y a tientas su propio camino; como la que procura cerciorarse de
modo nuevo de su fe. Nosotros experimentamos una iglesia llena de tensiones y
desavenencias, una iglesia que se nos hace pesada tanto por los institucionalismos
reaccionarios como por los modernismos imprudentes.

       La iglesia puede ser una carga pesada para el individuo por medio del doctrinalismo, del legalismo y del ritualismo que no son compatibles con la auténtica espiritualidad. Y, sin embargo, la espiritualidad del individuo no puede dispensarse de ser eclesial, y menos de cara a un futuro en que la comunicabilidad y la comunitariedad aparecen como fundamentales también en el campo profano. La espiritualidad del futuro deberá ser la de una segunda ingenuidad superior unida a una sabia pacienc ia, que se manifiesta como eclesial en la medida en que comparte y soporta las insuficiencias y defectos de la Iglesia. Ya Orígenes sabia que los pneumáticos no debían abandonar la Iglesia. No se trata pues de caer en un elitismo espiritualista fruto del orgullo.

     Esto sería infidelidad a la palabra de Dios que ha venido en la carne del mundo, que santifica al mundo tomando los pecados del mundo y de la misma iglesia. Así, pues, la eclesialidad de la espiritualidad del futuro será menos triunfalista que antes. Constituirá un criterio de su autenticidad la paciencia con la forma de siervo de la iglesia. Esta actitud es indispensable para poder caminar hacia la libertad espiritual propia de los hijos de Dios; si no, uno sólo llegaría a la arbitrariedad de su propia opinión y de su propia vida cerrada egoístamente en si misma.

                           Tradujo y extractó: RAFAEL DE SIVATTE


2. "ELEMENTOS DE ESPIRITUALIAD EN LA IGLESIA DEL FUTURO" (Karl Rahner)

El tema que se señala en el título de estas reflexiones es de suyo muy exigente y por tanto dificil de tratar. Hemos de hablar de espiritualidad. La espiritualidad (no tenemos de hecho un término adecuado para expresar la realidad a la que deseamos referirnos, dado que «piedad» no abarca debidamente esta realidad) es algo misterioso y delicado, que sólo con mucha dificultad puede traducirse en palabras y que —como autorrealización intensiva del dato cristiano en cada persona humana— es inevitablemente muy distinta en cada cristiano según el carácter, la edad, las vicisitudes personales, el ambiente cultural y social y finalmente la libertad y unicidad del individuo, que no puede expresarse adecuadamente de ningún modo. Por esto mismo el tema es ya exigente y dificil de dominar. A ello hay que añadir que hay que hablar de elementos destinados a caracterizar a la espiritualidad en una iglesia del futuro. Pero ¿qué es lo que sabemos del futuro de nuestra historia?, ¿qué es lo que sabemos del futuro de la iglesia? A pesar de toda la moderna futurología, ¡qué poco puede pronosticarse del futuro profano! Y también el futuro de la iglesia se ve sustraído ¡y en qué medida tan notable!— de los programas y de los cálculos de los hombres de iglesia y de sus ministros. Además, estos ministros sienten continuamente la tentación de pensar —a partir de su autoridad formal y de la inmutabilidad substancial de su mensaje que son también los dueños de la historia de la iglesia y que pueden programarlo todo claramente y predisponerlo dentro de ella; o bien, sienten la tentación de pensar que en la iglesia, en definitiva, no puede suceder nada importante y sorprendente, ya que dentro del mar de la historia la iglesia está construida sobre la roca de la eternidad de Dios. 

Sin embargo, ¡cuántos cambios profundos y sorprendentes se llevan a cabo en la iglesia! Nosotros, los que ya somos mayores, y los que tienen autoridad en la iglesia, que han crecido en la época piana de la misma, con su monolitismo, no nos esperábamos ciertamente una iglesia tal como se nos presenta hoy. Los que decidieron el concilio Vaticano II, intentando liquidar el triunfalismo de la época piana y que proclamaron con insólita desenvoltura y casi con gozo un aggiornamento de la iglesia en el mundo de hoy y de mañana, seguramente pensaron muy poco en lo que hoy se está verificando en esta iglesia y de lo que el concilio no fue la causa, sino más bien una especie de catalizador. Por consiguiente, resulta casi imposible hablar de una espiritualidad futura en la iglesia, ya que semejante espiritualidad está además condicionada por el destino imprevisible de la iglesia, en cada uno de sus sectores y en su conjunto. Todo esto hemos de tenerlo presente desde el principio, si queremos atrevernos a tocar este tema.

A pesar de lo dicho, nos enfrentamos inmediatamente con el asunto, quizás con un poco de entusiasmo aventurero. Aquí hablaremos sólo de la espiritualidad en la iglesia católico-romana; la espiritualidad que evidentemente existe también en las otras iglesias cristianas y en las religiones no cristianas quedará desde el comienzo fuera de consideración, así como la cuestión, de suyo tan importante, sobre los cambios que pueda experimentar la espiritualidad católica del futuro ante el hecho de que las iglesias cristianas gracias al esfuerzo ecuménico se están acercando cada vez más, haciendo posible un intercambio más intenso entre las historias religiosas de las iglesias cristianas y sus experiencias espirituales futuras. Al tratar este tema presuponemos también como dato obvio aquella convicción de fe de la manera y en las dimensiones con que es anunciada por la iglesia y por su ministerio con una fuerza vinculante definitiva, y en los términos con que interpretamos y captamos esta convicción de fe adecuadamente y en su obligatoriedad, como fundamento básico de esta espiritualidad que vamos a comentar. Teniendo presente la imposibilidad de prever con claridad el futuro para la iglesia concreta, por su situación futura dentro de la historia y de la sociedad, no hemos de preocuparnos demasiado de si hablamos de una espiritualidad presente ya en la actualidad y que es posible hoy, o de una espiritualidad que sólo será posible mañana, o de una espiritualidad típica de hoy o del mañana, es decir, si hablamos de realidades ya en acto o de ideales no realizados todavía.

El primer dato que hemos de señalar que es de suyo obvio para un cristiano católico es que la espiritualidad futura, a pesar de todos los cambios destinados a verificarse, poseerá y conservará siempre una identidad, aunque misteriosa, con la antigua espiritualidad pasada de la iglesia. La espiritualidad del futuro, por consiguiente será una espiritualidad que tenga como punto de referencia al Dios vivo, que se ha revelado en la historia de la humanidad y que se ha colocado con su realidad más propia —como fundamento básico, como dinamismo íntimo y como objetivo último— en el centro más interior del mundo y de la humanidad creada por él. La espiritualidad cristiana tendrá también en el futuro que vérselas con el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, con el Dios y Padre de Jesucristo. Esta espiritualidad no podrá nunca degenerar en un humanismo puramente horizontal. Será siempre una espiritualidad de la adoración del Dios inasible, en el Espíritu y en la Verdad. Se tratará siempre de una espiritualidad que tenga como punto de referencia a Jesucristo, el crucificado y resucitado, como último autocompromiso victorioso e irreversible de Dios en el mundo en términos de captación histórica; se tratará de una espiritualidad que será seguimiento de Jesús, que sacará de él y de la concreción de su vida una norma, un principio estructural interior que no podrá disolverse en una moral teórica. 

 Esta espiritualidad será siempre una acogida del destino de muerte de Jesús, que sin garantías de ningún género e incondicionadamente se abandonó con disponibilidad total al abismo de la incomprensibilidad de Dios y de sus imprevisibles decisiones, en la fe, en la esperanza y en la caridad, es decir, con la convicción de que de ese modo y no por otro camino se llega a la infinita verdad, libertad y bienaventuranza de Dios. La espiritualidad del futuro será también siempre una espiritualidad que viva en la iglesia, que reciba de ella, que se dé a ella y que colabore con ella, aunque quizás no esté muy claro qué es lo que puede significar todo esto, con precisión y en concreto, para el futuro. Esta espiritualidad será también siempre una espiritualidad que se concrete histórica y socialmente en los sacramentos de la iglesia y que haga visible por tanto a la iglesia misma, aunque la concreción de las relaciones entre existencialidad y sacramentalidad en la autorrealización del cristiano pueda variar mucho y sufrir por tanto cambios notables a lo largo de la historia. La espiritualidad de la iglesia en el futuro tendrá que tener además —como ha de tener en cada época una dimensión social y política, atenta al mundo, capaz de asumir responsabilidades para con este mundo sólo aparentemente profano. Y hemos de añadir también que en el futuro precisamente esta dimensión, característica de toda espiritualidad, será comprendida y realizada en términos más evidentes. La espiritualidad del futuro será y seguirá siendo una espiritualidad del sermón de la montaña y de los consejos evangélicos, en una protesta continuamente necesaria contra los ídolos de la riqueza, del placer y del poder. La espiritualidad del futuro será una espiritualidad de la esperanza y de la afirmación de un futuro absoluto, en la que el hombre tendrá que deshacer continuamente la ilusión de poder establecer en este mundo y en el curso de su historia, con su propia fuerza e inteligencia, el reino eterno de la verdad y de la libertad. La espiritualidad del futuro conservará siempre la memoria de la piedad del pasado y considerará sin sentido, inhumana y no cristiana la opinión de que también la piedad del hombre tendrá que comenzar continuamente de cero, sin ninguna vinculación con la historia, consistiendo puramente en revoluciones salvajes.

Esta espiritualidad del futuro atenderá también siempre —en sentido positivo y negativo— al pasado de la iglesia para aprender de él. Por esto mismo, por un lado estará siempre abierta, no sólo al pasado, sino también a los nuevos comienzos pentecostales, no ya establecidos a priori ni reglamentados desde arriba por obra de la jerarquía, sino que brotan carismáticamente en donde quiere el Espíritu; aunque estas iniciativas carismáticas manifiestan que son, en el discernimiento de los espíritus, verdadera obra del Espíritu solamente en donde —a pesar de estar suscitadas aparentemente por una esperanza aventurada y casi autodestructiva se sitúan humildemente dentro de la iglesia institucional, sin haber establecido a priori y en forma legalista principios que impidan la sumisión a esta iglesia de las instituciones. Por eso mismo la espiritualidad del futuro seguirá profundizando, con amor y simpatía, en los documentos de la piedad de otros tiempos, ya que esta historia pasada es también historia suya. Por consiguiente, no se mostrará nunca desinteresada ante la historia de los santos, de la liturgia, de la mística, como si se tratara de un pasado irrelevante de suyo. Puede ser que en el futuro se creen formas totalmente nuevas de vida en común, pero conservando siempre la comprensión y el amor al espíritu y a la realidad histórica de las antiguas órdenes religiosas, que pueden seguir conservando su propia vitalidad. La espiritualidad del futuro conservará la historia de la piedad de la iglesia y estará en disposición de descubrir continuamente que lo que es aparentemente antiguo y ya pasado puede dar entrada a un verdadero futuro de nuestro presente. Esto es lo primero que hemos de decir sobre la espiritualidad del futuro; esto evidentemente no excluye, sino que implica que pueda haber muchas formas y estructuras de la piedad del pasado que parezcan en concreto realmente superadas y de las que la iglesia deberá simplemente desprenderse, con objetividad y coraje.

Podemos prever un segundo aspecto de la espiritualidad del futuro. A diferencia de la espiritualidad del pasado, tendrá que concentrarse con enorme claridad en los elementos más esenciales de la piedad cristiana. En los últimos quince siglos puede decirse que en el área cultural de la iglesia occidental el contenido esencial y determinante de la fe cristiana era considerado por la opinión pública, incluso profana, como un dato más o menos obvio e indiscutible; por eso era vivida y estaba de hecho presente también en la espiritualidad. Pero lo que lo hacía interesante y atrayente prescindiendo de aspectos obvios era el hecho de que se concretaba en las más variadas formas de piedad, que vivían por así decirlo en una especie de competencia entre sí. Por eso los intereses y las iniciativas de las personas piadosas dieron vida a las más variadas formas de devoción y de prácticas religiosas, a los más diversos estilos de vida religiosa, claramente distintos unos de otro. Así por ejemplo (lo que decimos quiere realmente ser tan sólo un ejemplo) convivía a la par la devoción a la preciosísima Sangre, al niño Jesús, a los siete dolores de la Virgen, por no hablar de las oraciones de intercesión organizadas con tanta intensidad por las almas del purgatorio, de la praxis tan difundida de las indulgencias, etcétera. Se distinguían con claridad entre sí las espiritualidades de cada orden religiosa, las orientaciones más diversas en la mística y en su interpretación teológica, la práctica tan común de las peregrinaciones, el culto en determinados santuarios y a imágenes milagrosas, cierto interés —que hoy a veces nos resulta casi incomprensible por dogmas específicos o por determinadas tesis teológicas con sus reflejos respectivos en la piedad, etcétera. 

Todo esto no desaparecerá sin más ni más simplemente de la conciencia y de la vida de la iglesia. Más aún, todavía hoy podemos ver cómo Roma intenta mantener vivas ciertas formas concretas de vida de piedad. Sería una pena que todo esto se quedase en una mera uniformidad gris en la espiritualidad y nadie puede decir si no se formarán en el futuro nuevas y sorprendentes formas concretas de espiritualidad, aunque podemos presuponer que en este invierno de un secularismo y de un ateísmo tan difusos no podrán ser muchas las flores que puedan brotar en la espiritualidad cristiana. Desde luego habrá también en el futuro una piedad mariana y se seguirá venerando a los santos. Y se puede esperar incluso partiendo de los fundamentos últimos de la fe— que estas formas de piedad seguirán existiendo y adquiriendo mayor vitalidad. Pero se hablará de Jesús y no del niño Jesús de Praga, y se hablará más de María y menos de Lourdes y de Fátima. También habrá en el futuro una piedad eucarística, con la adoración (esperamos) del Señor presente bajo las especies eucarísticas. Pero con ello no está dicho todavía que en una viva espiritualidad del futuro el culto eucarístico con todas sus manifestaciones ocupe el mismo lugar que tuvo en el pasado. No creo que la piedad del futuro muestre el mismo interés por nuevas dogmatizaciones, como ocurrió por ejemplo en el sector de la mariología hasta hoy. La espiritualidad del futuro se concentrará en los datos esenciales de la revelación cristiana: que Dios existe, que puede hablarle al hombre, que precisamente su inefable incomprensibilidad en cuanto tal constituye el centro de nuestra existencia y por tanto de nuestra espiritualidad, que con Jesús, y solamente con él, es posible vivir y morir en una libertad definitiva de todos los poderes y constricciones, que su cruz incomprensible se puso sobre nuestra existencia y que este escándalo es lo que da un sentido verdadero, liberador y beatificante a nuestra existencia. 

Todo esto (y elementos afines) tampoco faltaba en la espiritualidad de los tiempos pasados; pero estas convicciones determinarán de forma más clara e incisiva y con cierta exclusividad, en este tiempo invernal, la espiritualidad futura. ¿Cómo no va a ser así, si el hombre y la iglesia se dan cuenta de que no son suyos los patrones de la historia, sino más bien que han de dar a la espiritualidad una forma adecuada a aquella situación histórica de que no disponemos ni tampoco somos capaces de plasmar, de modo que esta espiritualidad sea creíble también para los no cristianos? También esta observación, evidentemente, está gravada por el peso de todas las reservas que hay que hacer frente al carácter imprevisible del futuro.

Hay que hacer una tercera reflexión. La espiritualidad del futuro no estará ya sostenida socialmente (o lo estará mucho menos) por un ambiente cristiano homogéneo; por consiguiente, tendrá que vivir de un modo mucho más claro de como lo ha hecho hasta ahora en virtud de una experiencia personal y directa de Dios y de su Espíritu. Es verdad que de suyo y fundamentalmente la fides qua que caracteriza a toda espiritualidad fue también siempre el efecto de una asunción personal de responsabilidad, de la decisión y de la libertad del individuo; la última responsabilidad de la que el hombre podría desgravarse en su vida para hacer que recayera sobre los demás, sobre otras instancias y por razones que preceden a su decisión, sería precisamente la de la opción de fe. Pero en otros tiempos esta fe del individuo vivía dentro de un contexto cristiano homogéneo y común a la sociedad civil y profana. Se podía creer en lo que, según la opinión pública y el lenguaje común, creían todos poco más o menos. 

Podía casi parecer que la persona quedaba liberada, precisamente en el ámbito de la fe, del peso —de suyo tan indelegable— de la responsabilidad de creer, de decidir por la fe, de esperar en contra de toda esperanza, de amar desinteresadamente; y en lo que concierne a la espiritualidad, podía parecer que se trataba más que de otra cosa de la intensidad con que cada uno personalmente intentaba poner en acto aquella vida cristiana a la que todos se sentían obligados. Hoy las cosas son muy diferentes. Hoy la fe cristiana —lo mismo que la espiritualidad se reviven continuamente en primera persona: en la dimensión de un mundo secularizado, en la dimensión del ateísmo, en la esfera de una racionalidad técnica que declara a priori que todos los principios que no pueden dar razón de sí mismos frente a esta racionalidad no tienen sentido o (como dice Wittgenstein) pertenecen a una «mística» sobre la que sólo es posible callarse si se quiere ser una persona honesta y objetiva. 

En esta situación la responsabilidad personal del individuo en su decisión de fe es necesaria y se requiere de una manera mucho más radical que en el pasado. Por eso forma parte de la espiritualidad actual del cristiano el coraje de decidir personalmente en contra de la opinión pública, aquel coraje singular que es análogo al de los mártires del siglo I del cristianismo, el coraje de una decisión de fe en el Espíritu que saca la fuerza de sí misma y que no necesita apoyos en el consenso público, sobre todo si tenemos en cuenta que la iglesia misma hoy, públicamente, más que sostener la decisión de fe del individuo, es sostenida por ella. Este coraje singular puede subsistir sin embargo sólo cuando se vive de una experiencia totalmente personal de Dios y de su Espíritu. Ya se ha dicho que el cristiano del futuro o será un místico o no será nada. Si se entiende por mística no unos fenómenos extraños parapsicológicos, sino una auténtica experiencia de Dios, que brota del centro de la existencia, entonces esta afirmación es exacta y resultará todavía más clara en su verdad y en su relevancia en la espiritualidad del futuro. 

Según la Escritura y la doctrina de la iglesia rectamente entendida, la convicción y la decisión de fe determinante procede en último análisis no simplemente de una enseñanza doctrinal desde fuera, apuntalada por una opinión pública profana o eclesiástica, ni tampoco simplemente por la argumentación teológico-fundamental y racional, sino más bien por la experiencia de Dios, de su Espíritu, de su libertad, que brota de lo más profundo de la existencia humana y que sólo allí puede ser objeto de experiencia, aunque esa experiencia no pueda encontrar una expresión y una objetivación verbal adecuada. La posesión del Espíritu no puede convertirse en un acontecimiento concreto para nosostros sobre la base de una pura comunicación doctrinal externa, como si se tratase de una realidad más allá de nuestra conciencia existencial (tal como sostuvieron algunas grandes escuelas teológicas sobre todo de la teología postridentina), sino que se le experimenta desde dentro. No podemos hablar aquí ampliamente de este punto. Pero las cosas están de la siguiente manera: el cristiano fundamentalmente realiza la experiencia de Dios y de su gracia liberadora cuando está a solas consigo mismo, en la oración silenciosa, en la última decisión de conciencia no recompensada por nadie, en la esperanza ilimitada que no puede ya aferrarse a ninguna garantía calculable, en el desengaño de la vida y en aquella impotencia de la muerte aceptada de buen grado y acogida en la esperanza, en la noche de los sentidos y del espíritu (como dicen los místicos, sin poder airear en este sentido ningún privilegio especial), y así sucesivamente. El único presupuesto es que él viva hasta el fondo estas dimensiones de la existencia y no huya de ellas en un temor que en último análisis resulta culpable. Entonces es cuando tendrá esta experiencia de Dios, aunque no esté en disposición de interpretarla y de etiquetarla teológicamente. Sólo a partir de esta experiencia, que constituye el dato fundamental en la espiritualidad, es como la enseñanza teológica adquiere de la Escritura y de la doctrina de la iglesia su credibilidad definitiva y su realización existencial.
Esta experiencia personal de Dios no puede exponerse ni describirse aquí mejor dicho, evocarse— con más precisión. Pero como por un lado constituye el centro íntimo de toda espiritualidad y por otro nos estamos preguntando cuáles son las características de la espiritualidad del futuro, conviene que consideremos todavía sintéticamente algunos aspectos típicos de esta experiencia original de Dios realizada en la transcendencia y en la gracia, que tienen que participar en esta espiritualidad del futuro (así como también en la actual).

Hemos de mencionar una cuarta característica de la espiritualidad del futuro, que se sitúa en una singular unidad dialéctica con la tercera que acabamos de comentar, la experiencia personal de Dios. Nos referimos a la comunión fraterna en la que sea posible tener la misma experiencia básica del Espíritu, la comunión fraterna en el Espíritu como elemento peculiar y esencial de la espiritualidad del mañana. Se trata de un fenómeno que quizás se vaya dibujando con claridad sólo poco a poco y del que los ya mayores hablamos con cierta vacilación y con reserva, aguardando su desarrollo. Me gustaría decir que los ya mayores hemos tenido una experiencia de este fenómeno a menudo solamente marginal, aunque ahora, mirando para atrás en la historia de la espiritualidad, puede descubrirse que no ha sido tan raro. Los mayores hemos sido espiritualmente individualistas, dada nuestra proveniencia y nuestra formación, aunque siempre hemos celebrado con gusto nuestras liturgias comunes como una tarea y un deber obvio y objetivo. 

Pero aun cuando este fenómeno, que parece ir adquiriendo cierta vitalidad, puede encontrar sus precedentes en tiempos antiguos, sigue siendo verdad que en substancia la genuina experiencia del Espíritu, la verdadera espiritualidad, la «mística» entendida como acontecimiento obviamente personal, han sido siempre unas realidades que se han comprendido y se han vivido en el plano personal, es decir, en la meditación solitaria, en la experiencia de la propia conversión, en los ejercicios espirituales hechos en retiro, en la celda del claustro, etcétera. Si hay una experiencia del Espíritu hecha en común, considerada comúnmente como tal, deseada y vivida, es claramente la experiencia del primer pentecostés de la iglesia, un acontecimiento que —como hay que presumir no consistió ciertamente en la reunión casual de un conjunto de místicos individualistas, sino en la experiencia del Espíritu hecha por una comunidad. Esta «experiencia colectiva» no puede ni quiere sustraer ni ahorrar al cristiano en particular la responsabilidad de una decisión radical de fe, tomada en la soledad y a partir de la experiencia de Dios, ya que la persona particular y la comunidad no son entidades que puedan sumarse una con otra ni sustituirse entre sí. Pero con esto no puede afirmarse que sea imposible a priori concebir una experiencia del Espíritu dentro de una pequeña comunidad en cuanto tal, aunque al menos los sacerdotes ya mayores raras veces, y quizás nunca, hayamos intentado experimentarla, y mucho menos nos hayamos afanado demasiado en llegar a ello. ¿Por qué no va a ser posible algo semejante? ¿Por qué otras personas más jóvenes entre los cristianos y el clero no deberían en el futuro encontrar con mayor facilidad acceso a esta experiencia del Espíritu realizada en común? ¿Por qué no debería formar parte de la espiritualidad del futuro el hecho de que entre los cristianos surjan fenómenos como una reunión, formas de comunicación auténticamente humanas en ámbitos propiamente humanos y no sólo en aspectos técnicos y exteriores, fenómenos de dinámica de grupo, etcétera, que estén determinados, elevados y santificados por una común experiencia del Espíritu, dando vida por consiguiente a verdaderas comuniones fraternales en el Espíritu santo? Esto en definitiva no depende del hecho de que el reunirse con otros se lleve a cabo en circunstancias extravagantes, casi parapsicológicas y con fenómenos por el estilo, cosas que quizás se verifiquen en el interior de ciertos círculos entusiásticos americanos de movimientos pentecostalistas. No es necesario ponerse a hablar en lenguas, ni provocar fenómenos de curación mediante la imposición de las manos. 

También en la espiritualidad del mañana tiene que conservar su propia validez una psicología sana, con todos sus conocimientos críticos. Pero incluso sin saltar más allá de ella, sin interpretar como un don del Espíritu todas las erupciones extrañas de la conciencia o del subconsciente o cualquier comunicación contagiosa de humores y de emociones, estamos muy lejos de decir que sea imposible algo así como una experiencia comunitaria del Espíritu. ¿Por qué no debería ser posible comunitariamente un discernimiento de los espíritus que sea verdaderamente espiritual? La oración al Espíritu santo que se hace al comienzo de una reunión de cristianos ¿se reduce quizás solamente, en concreto, a una piadosa ceremonia inicial, después de la cual se continúa de una forma totalmente pagana hablando y razonando al estilo de cualquier reunión empresarial? ¿No habrá quizás sitio en la espiritualidad del futuro para una especie de «guru», de padre espiritual, que comunique su propia directiva densa en inspiración del Espíritu santo, imposible de reducir a psicología, a una dogmática teórica o a teología moral? 

Yo creo que en una espititualidad del futuro puede desempeñar un papel más determinante el elemento de la comunión espiritual fraterna, de una espiritualidad vivida juntamente, y que hay que seguir adelante por este camino lentamente, pero con decisión; pero no me atrevo a sugerir recetas concretas y particulares. Mas esto no significa que no haya ya orientaciones y vías de acceso a semejante espiritualidad vivida en conjunto con los demás, aunque estos intentos tienen que ser estudiados y verificados con paciencia; debe seguir siendo objeto de investigación la transposición crítica de la dinámica de grupo y otras iniciativas semejantes a un contexto puramente espiritual; la oración común en su exterioridad y la lectura de la Escritura como estudio exegético y la instrucción comunitaria en sentido corriente no constituyen todavía ese acontecimiento espiritual verdaderamente vivido en común que aquí consideramos como elemento importante de la espiritualidad futura.

Mencionemos para concluir un quinto elemento de la espiritualidad del futuro: una nueva eclesialidad. Esta eclesialidad de suyo, bajo el perfil abstracto y fundamental, es un dato obvio para la espiritualidad católica de todos los tiempos, que es una espiritualidad de la fe en común y una espiritualidad que se realiza también siempre sacramentalmente. Pero no hay que negar ni esconder que esta eclesialidad de la espiritualidad católica está destinada a tener en el futuro una fisonomía en cierto sentido distinta de aquélla a la que estábamos acostumbrados especialmente en los últimos ciento cincuenta años de la época piana de la iglesia. Por lo menos durante algún tiempo de este período la iglesia fue la casa amada con todo entusiasmo de nuestra espiritualidad, en la que todo cuanto uno necesitaba lo encontraba fácilmente a su disposición y no había que hacer otra cosa más que apropiarse de ello con buena voluntad y con alegría. La iglesia nos sostenía; no tenía ninguna necesidad de que la sostuviéramos nosotros. Pero hoy las cosas son muy diferentes, incluso en lo que concierne a nuestra espiritualidad. La iglesia de la que tenemos experiencia no es tanto el signum elevatum in nationes, aquella iglesia exaltada por el concilio Vaticano II, sino que más bien tenemos la experiencia de una iglesia de pecadores, de la tienda del desierto sacudida por todos los vendavales de la historia, del pueblo de Dios peregrino; tenemos experiencia de una iglesia que incluso en sí misma busca su propio camino hacia el futuro a través de un duro esfuerzo por hacerse continuamente consciente de su propia fe. 

Tenemos la experiencia de una iglesia de tensiones y de discordias interiores y nos encontramos dentro de ella bajo el peso tanto de los repliegues reaccionarios de la institución como de los fáciles modernismos que amenazan con dilapidar el sagrado patrimonio de la fe y la memoria de su experiencia histórica. Puede suceder también que la iglesia se convierta en un peso opresivo para la espiritualidad del individuo con su doctrinarismo, su legalismo y su ritualismo, realidades con las que no puede tener ninguna relación positiva una espiritualidad auténtica, tal como debe ser en su verdadera identidad. Pero todo esto no puede dispensar a la espiritualidad del individuo de ser una espiritualidad eclesial, sobre todo en un tiempo en el que el aspecto comunitario y social está claramente destinado a hacerse cada vez más importante en el futuro e irrenunciable incluso en el ámbito profano. Así pues, ¿por qué la espiritualidad del futuro no debería ser la de una simplicidad más elevada, hecha de prudente paciencia, que es eclesial precisamente en cuanto que soporta como algo obvio la pobreza de espíritu así como la falta de adecuación de la iglesia, participando de todo ello en el sufrimiento y demostrando de este modo su propia eclesialidad? Ya Orígenes decía que los espirituales no tienen que salir de la iglesia, sino más bien colocar en ella con paciencia, con humildad —comparticipando en la humillación de Dios en la carne del mundo y de la iglesia— y con amor su propio don del Espíritu; habrá que seguir estando en la iglesia concreta, tal como es ahora y tal como será a pesar de todas las reformas necesarias y continuas 2.  

También esta eclesialidad formará parte de la espiritualidad del futuro. De lo contrario, ésta se resolvería en orgullo elitista y en incredulidad, que no comprende cómo la palabra santa de Dios vino a este mundo en la carne y cómo santifica al mundo tomando sobre sí los pecados del mundo y también los de la iglesia. La eclesialidad de la espiritualidad del futuro será menos triunfalista que la de otros tiempos. Pero también en el futuro la eclesialidad será un criterio irrenunciable y necesario de la auténtica espiritualidad. La paciencia con la iglesia en su figura de sierva es también para el futuro un camino indispensable para llegar a la libertad de Dios, ya que en donde no se recorre este camino sólo se llegaría finalmente a la arbitrariedad de las opiniones personales y de una existencia egoístamente prisionera del propio yo.

¿Puedo decir, a pesar de todas las reservas sobre la imprevisibilidad de la forma concreta de una futura espiritualidad católica, que he mencionado unas cuantas, muy pocas, características —elegidas quizás arbitrariamente— de esta espiritualidad? No estoy seguro de ello. ¿Pero puedo al menos esperarlo?
                          (Cf. K. Rahner, Experiencia del Espíritu, Madrid 1978)

3. "VIDA MÍSTICA":


La persona humana es un ser capaz de Dios y llamado a la mística, con su asentimiento. Llamamos mística a la experiencia directa de Dios. Puede darse con fenómenos extraordinarios o no. Es distinguible de las experiencias místicas sin Dios, o con un dios cuya noción en el hombre no corresponde al Dios verdadero. También se distingue de las experiencias religiosas panteístas presentes por ejemplo en los hinduismos, o de las falsas experiencias mágicas  que más bien son producto de la ingestión de drogas como en el vudú y las antiguas báquicas y las religiones mistéricas. Tema amplísimo y etnológico que no podemos tocar en este trabajo.

Aquí nos interesa la mística como don de Dios en el alma bien dispuesta. Por parte de la persona orante se dan unas características de apertura a Dios, de fe, de amor, de esperanza, de presencia de los dones, de ausencia de pecado, de entrega personal. Pero lo principal es lo que hace Dios en esa alma bien dispuesta, aunque en ocasiones se da una experiencia de Dios que es origen de una vida mística difícil de evaluar en su grado. Se pueden dar muchos fenómenos extraordinarios, pocos, o ninguno. Lo esencial de la vida mística es la transformación por la acción divina de la persona que ama y cree, como vamos a ver según diversos místicos que han hablado de ella. 

Conviene insistir que la llamada a la mística no es algo reservado a personajes excepcionales y raros, sino a todos, por ser personas capaces de  Dios, y, de hecho, es más frecuente de lo que se suele estimar comúnmente quedando su contabilidad en la sabiduría de Dios. Miguel de la Fuente dice que el hombre espiritual posee un conocimiento intuitivo y sencillo semejante al de los ángeles, y que posee un querer afectivo. Pero siguiendo a San Buenaventura que prima más al amor de la voluntad, a Ricardo de San Victor que lo explica y a Santo Tomás que pone por encima el conocimiento dice que “esto es el hombre espiritual y divino (el contemplativo diríamos hoy): inteligencia, que es acto de entendimiento, y afecto, que es acto de la voluntad afectiva”[1]. Es la sabiduría de los perfectos, sabiduría de Dios de la que habla San Pablo (cfr 1 Co 2,6ss)

Los místicos han expresado en su mayoría sus experiencias con símbolos, como la Sagrada Escritura por otra parte, y una imagen privilegiada es de la de Matrimonio místico al modo del Cantar de los Cantares. Santa Edith Stein así lo expresa: “"el matrimonio místico es unión con las tres divinas personas. Mientras Dios no toca al alma sino en medio de las tinieblas y como escondido, ésta no puede sentir el contacto personal divino sino confusamente, sin advertir si es una la Persona que la toca o son varias. Mas cuando en la perfecta unión de amor el alma es introducida en la corriente de la vida divina, ya no se puede ocultar que esa vida es una vida tripersonal, y ella entrará en contacto experimental con todas las tres divinas Personas" [2]

Esta inclusión en la vida divina, en “la corriente trinitaria de amor”, en las procesiones divinas de generación y espiración son más altas que las que ya encontramos en el acto de ser de la persona porque se deben a una auténtica re-creación, como vimos hablando de la gracia. El acto de ser creado trinitario, es re-creado sin destruir su libertad creada anterior, con correspondencia de amor a una participación más íntima en el seno de la Trinidad. A la persona re-creada por la gracia le es posible con nuevas gracias y dones, que acoge con docilidad, un amor similar al del Hijo, ser más hija del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, y así vivir un a modo de pericóresis en que la unión con Dios trino es más alta sin poder llegar nunca al término y sin fundirse con ese Dios que le quiere persona concreta individual y amante, distinta, con sus características personales individuales pues para eso fue creada persona  por toda la eternidad. 

El cardenal Ratzinger señala en un documento sobre la meditación cristiana ante los peligros de seguir los orientalismos y las falsas místicas, más o menos sentimentales, la experiencia cristiana en la que se advierte cómo lo esencial es la acción de Dios en el alma a través de la gracia, pero que no se destruye la naturaleza. Ahí se advierte unos puntos de contacto con las religiones naturales que saben bastante de lo que es el hombre, pero que no conocen tanto de Dios. En estos orientalismos cabe el peligro de la anulación del yo o de no llegar a una apertura al Dios trascendente. Pero recogen experiencias válidas como la distinción de tres estados o vías sucesivas: Purificación/ Iluminación/ Unión.

Purificación . En el cristiano es la clara percepción del pecado y de quién es el hombre, que se realiza por Cristo -perfecto Dios y perfecto Hombre- en la plenitud de la revelación, que nos merece la gracia que es la que diviniza al hombre purificándolo, iluminándolo y uniéndolo con Dios y haciéndole hijo suyo.
“es la purificación de los errores y de los pecados. "solamente los limpios de corazón verán a Dios" (Mt 5,8), es la superación de los instintos egoístas y de las pasiones desviadas por el orgullo. S. Pablo le llama mortificación. Sólo esa abnegación hace al hombre libre para realizar la voluntad de Dios y participar en la libertad del Espíritu Santo. Así llega el
fiel al vacío que Dios necesita es la renuncia al propio egoísmo, no necesariamente la renuncia a las cosas creadas"[3]. S Agustín "abandona el mundo exterior, entra en ti mismo, pero no te quedes en ti mismo, sino sube encima de ti mismo, porque tú no eres Dios".

Iluminación. Mediante el amor que el Padre nos da en el Hijo y la unción que de Él recibimos en el Espíritu Santo" el alma purificada recibe la luz de Dios. Es un progreso en la caridad. Se comprenden interiormente los misterios que se viven. Ninguna luz divina hace que las verdades de la fe queden superadas.

Unión. Requiere una cierta soledad para poder situarse en silencio delante de Dios, recogimiento. Pero la unión es fruto de un don no de una técnica. Es frecuente que se den tiempos de sequedad en que se tenga la sensación de vagar por el desierto, de no "sentir" nada. Estas pruebas no se le ahorran a ninguno que se tome en serio la oración. En estos tiempos debe esforzarse seriamente por mantener la oración aunque le de la sensación de estar haciendo "comedia". Ahí se ve si realmente se busca a Dios o a uno mismo a través de una religiosidad falsa, que en realidad es el vestido de un egoísmo disfrazado de espiritualidad. Es necesario dejar a Dios decidir la manera en que quiere hacernos partícipes de su amor.

Se llega así al “centro” del alma tan citado por San Juan de la Cruz siguiendo a muchos escritores espirituales anteriores. Por ejemplo Blosio dice intentando expresar lo casi inexpresable: “¡Oh centro excelentísimo, donde mora la Santísima Trinidad! ¡Oh cielo suavísimo, donde se gusta la misma eternidad! Dichosa el alma que acertare a entrar en este centro, aunque sea después de muchos años de oración y otros ejercicios; que como allí goza de goza de lo escondido del mismo Dios por un modo inefable de puro espíritu, adelántase mucho en la perfección y es unida venturosamente con el mimso Dios y hecha un espíritu con Él y sumida en el mar profundo de su divinidad, y gozad e las dulzuras y regalos del espíritu de Dios”[4]. Los modos de entrar en ese centro serán tan variados como es el ser humano y según la libertad de Dios, pues una vez más, conviene insistir que ciertamente Dios se da al que se da, pero la contemplación no es fruto de una técnica, sino yn don gratuito divino, así como sus frutos y sus variadas manifestaciones

San Josemaría Escrivá en su juventud madura dice en esta misma línea:  “Me veo como un pobre pajarillo que, acostumbrado a volar solamente de árbol a árbol o, a lo más, hasta el balcón de un tercer piso..., un día, en su vida, tuvo bríos para llegar hasta el tejado de cierta casa modesta, que no era precisamente un rascacielos... Mas he aquí que a nuestro pájaro lo arrebata un águila -lo tomó equivocadamente por una cría de su raza- y, entre sus garras poderosas, el pajarillo sube, sube muy alto, por encima de las montañas de la tierra y de los picos de nieve, por encima de las nubes blancas y azules y rosas, más arriba aun, hasta mirar de frente al sol... Y entonces el águila, soltando al pajarillo, le dice: anda, í vuela!... - ¡Señor, que no vuelva a volar pegado a la tierra!, ¡que esté siempre iluminado por los rayos del divino Sol -Cristo- en la Eucaristía!, ¡que mi vuelo no se interrumpa hasta hallar el descanso de tu Corazón!”[5]. Su camino espiritual será muy amplio, como recalcaba continuamente, pero con una espiritualidad adaptada a los que viven en medio de los ajetreos del mundo.
Veamos como muestra este camino Santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia precisamente como maestra de oración. En primer lugar usa imágenes para darse más a entender, pues el lenguaje simbólico es  muy adecuado para describir la experiencia interior y de Dios totalmente transcendente al ser humano, como hace, por otra parte la Sagrada Escritura. Describe el alma como un castillo de un diamante o un muy claro cristal. Los sentidos son la gente que en ellos vive y las pasiones son los mayordomos. El camino de entrada es la oración. A pie de página colocaremos algunas oraciones de este tiempo recogidas directamente por el autor de un alma de oración en medio del mundo, siguiendo el magisterio de San Josemaría y conociendo, como él, algunos escritos de Santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia
Primeras moradas. El alma está en gracia, pero "tantas cosas malas de culebras y víboras y cosas ponzoñosas rondan a su alrededor que no distingue la luz que emana de la estancia del Rey". Sólo escapará perseverando en la oración, en el conocimiento propio y confiando en la bondad de Rey. Se prepara a entrar en las segundas librándose de los negocios no indispensables a su estado[6].
Segundas moradas.  El alma ya es fiel a la oración. Dios llama dulcemente, pero es débil, tiene miedo y frío, las tentaciones le asaltan como reptiles venenosos. Somete su voluntad a Dios, comienza a recogerse "no a fuerza de brazos sino con suavidad"[7].
Terceras moradas. El enemigo está en la puerta. El alma evita el mal, le gusta oír hablar de Dios y muestra buena disposición, pero el " amor no la transporta más allá de la vanagloria ni de las conveniencias del interés temporal... hay impaciencia. Desasidos del mundo, dueños de sus pasiones, dispuestos a obedecer, preocupados por sus propias faltas y sin juzgar al prójimo los huéspedes de las terceras moradas viven, en silencio y esperanza"[8].
Cuartas moradas. La gran aventura. El Rey prodiga sus dones "cuando quiere y como quiere y a quien quiere" el alma debe disponerse a recibirlos. Aquí la cosa no está en pensar mucho, sino en amar mucho", luego vienen las obras. Recogimiento, quietud. Luces más claras, olvido de los yerros pasados y de lo exterior el alma no piensa más que en seguir avanzando[9].
Quintas moradas. El alma se desposa con el Rey... todo es amor con amor, "se transforma como el gusano de seda cuando hila su capullo", se pierde si se pone afición en cosa que no sea Él. Pero no todo es deleitarse, "que el amor jamás está ocioso" y "obras quiere el Señor”[10].
Sextas moradas. El alma vive en estrecha intimidad con su Dios, pero al mismo tiempo no deja de desearle... como paja que eleva el ámbar, el Rey regala sus joyas más preciosas: conocimiento de la grandeza de Dios, perfecto conocimiento de sí misma y humildad perfecta, desprecio de las cosas terrenas sino es para utilizarlas en servicio de tan gran Señor. La Esposa quisiera gritar al mundo las maravillas de ese gran Dios de la Caballería, sin que le importe nada que se burlen de ella, con tal que sea alabado "venga lo que viniere". "Ya no tiene temor al infierno, no te importan penas ni gloria, porque su único negocio es amar "el alma y el espíritu son una misma cosa, como lo es el Sol y sus rayos"[11].
Séptimas moradas. El alma está en Dios y Dios en el alma. Como si el agua del cielo cae en el río o en la fuente ya no se puede apartar cual es el agua del río y cual es del cielo. Como dos ventanas por donde entrase gran luz, aunque estén divididas se hace todo una luz. Las palabras del Señor tienen fuerza de actos. El gusano convertido en mariposa ha acabado ya sus transformaciones. Tiene como fin esencial la Acción. Las fuerzas de la Esposa se redoblan "y no para gozar, sino para servir" en adelante son inseparables Marta y María[12].
Es conocida la ofrenda al amor misericordioso de Santa Teresa de Lisieux. Veamos algo semejante en un alma del siglo XXI, Royo Marín llama a este ofrecimiento “acto de amor puro”. “Cedo a las almas del purgatorio y a las almas de la Iglesia militante, por amor a Dios y a mis hermanos, depositándolo en manos de la Santísima Virgen maría, todo el valor satisfactorio  de mis buenas obras y todos los sufragios que reciba después de mi muerte, en cuanto pueda yo disponer libremente de ellos y sea del agrado de Dios”

Y añade: “Señor mío y Dios mío: mi alma anhela cada vez más, cada día que pasa más desea estar en Ti para siempre. Hace un tiempo atrás deseaba el Cielo, pero a la vez, imaginármelo me causaba un estado de inquietud, tal vez, porque es propio de la condición de la criatura tener cierto temor a lo desconocido. Hoy pensar en estar   en el cielo sólo me causa paz y alegría. Es porque me Eres ya tan conocido, Señor, (en la medida que Tú me lo concedes) que sólo ansío que llegue el momento de estar contigo para siempre.
Me das tanto, Dios mío, que soy toda tuya, y te ofrezco hoy, “alargar la espera del día en que pueda gozarte ya por completo y para siempre”.

Lo hago por agradarte, me privo (si Tú aceptas este ofrecimiento) de gozarte (cuando me corresponda, si Tú me lo concedes, la perseverancia final). Deseo agradarte, sé que te agrado más y  te doy más gloria siendo caritativa con mis hermanos. No renuncio a Ti ¿cómo podría hacerlo? Si no hay Vida ni Eternidad sin Ti, y te amo tanto, Dios mío.
Te ofrezco alargar la espera de gozarte eternamente, me cuesta muchísimo (Tú lo sabes) hacerte este ofrecimiento. Algo me consuela el pensar que en el Purgatorio, que es la antesala del Cielo, tal vez perciba tu amor (aunque con enormes sufrimientos) como lo percibo ahora, pues esta fuerza que ahora tengo para ofrecerte este acto de caridad procede se cómo percibo tu amor en mí; procede de Ti. Amor mutuo, pero desproporcionado, Tú me das tanto amor y yo criatura tuya, te correspondo como buenamente puedo. Amén 
Veamos esas transformaciones en la Homilía hacia la santidad: “Empezamos con oraciones vocales .... se va hacia Dios, como el hierro atraído por el imán. Se comienza a amar a Jesús de forma más eficaz, con un dulce sobresalto”[13]. (...)“Nos libramos de la esclavitud....se acepta la necesidad de trabajar en este mundo, durante muchos años .... de gastarnos, (comienzan las primeras purificaciones exteriores): mentiras, denigraciones, deshonras, supercherías, insultos, susurraciones tortuosas”[14]. (...) “seguir a Cristo ese es el secreto...se refleja el Señor en nuestra conducta: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle”[15]. (...) “Pero no olvidéis que estar con Jesús es seguramente toparse con su cruz. 

Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que El permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformamos a su imagen y semejanza, y tolera que nos llamen locos y que nos tomen por necios. Es la hora de mortificación pasiva ( ... ) Así esculpe el Señor las almas de los suyos, sin dejar de darles interiormente serenidad y gozo”[16].  (...)“Habíamos empezado con plegarias vocales, sencillas, encantadoras, que aprendimos en nuestra niñez, y que no nos gustaría abandonar nunca. La oración, que comenzó con esa ingenuidad pueril, se desarrolla ahora en cauce ancho, manso y seguro, porque sigue el paso de la amistad con Aquel que afirmó: Yo soy el camino [Ioh XIV, 6.]. Si amamos a Cristo así, si con divino atrevimiento nos refugiamos en la abertura que la lanza dejó en su Costado, se cumplirá la promesa del Maestro: cualquiera que me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él [Ioh XIV, 23.].  (...)El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!  Hemos corrido como el ciervo, que ansía las fuentes de las aguas [Ps XLI, 2.]; con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos beber en ese manantial de agua viva. Sin rarezas, a lo largo del día nos movemos en ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna [Cfr. Ioh IV, 14.]. Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas. (...)No me refiero a situaciones extraordinarias. Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma: una locura de amor que, sin espectáculo, sin extravagancias[17], nos enseña a sufrir y a vivir, porque Dios nos concede la Sabiduría. ¡Qué serenidad, qué paz entonces, metidos en la senda estrecha que conduce a la vida! [Mt VII, 14.]”.

“¿Ascética? ¿Mística? no me preocupa. Sea lo que fuere, ascética o mística, ¿qué importa?: es merced de Dios. Si tú procuras meditar, el Señor no te negará su asistencia. Fe y hechos de fe: hechos, porque el Señor -lo has comprobado desde el principio, y te lo subrayé a su tiempo- es cada día más exigente. Eso es ya contemplación y es unión; ésta ha de ser la vida de muchos cristianos, cada uno yendo adelante por su propia vía espiritual -son infinitas-, en medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera hayan caído en la cuenta. Una oración y una conducta que no nos apartan de nuestras actividades ordinarias, que en medio de ese afán noblemente terreno nos conducen al Señor. Al elevar todo ese quehacer a Dios, la criatura diviniza el mundo. ¡He hablado tantas veces del mito del rey Midas, que convertía en oro cuanto tocaba! En oro de méritos sobrenaturales podemos convertir todo lo que tocamos, a pesar de nuestros personales errores. Así actúa Nuestro Dios. Cuando aquel hijo regresa, después de haber gastado su dinero viviendo mal, después -sobre todo- de haberse olvidado de su padre, el padre dice: presto, traed aquí el vestido más precioso, y ponédselo, colocadle un anillo en el dedo; calzadle las sandalias y tomad un ternero cebado, matadlo y comamos y celebremos un banquete [Lc XV, 22-23.]. Nuestro Padre Dios, cuando acudimos a El con arrepentimiento, saca, de nuestra miseria, riqueza; de nuestra debilidad, fortaleza. ¿Qué nos preparará, si no lo abandonamos, si lo frecuentamos cada día, si le dirigimos palabras de cariño confirmado con nuestras acciones, si le pedimos todo, confiados en su omnipotencia y en su misericordia? Sólo por volver a El su hijo, después de traicionarle, prepara una fiesta: ¿qué nos otorgará, si siempre hemos procurado quedarnos a su lado? “

“Lejos de nuestra conducta, por tanto, el recuerdo de las ofensas que nos hayan hecho, de las humillaciones que hayamos padecido -por injustas, inciviles y toscas que hayan sido-, porque es impropio de un hijo de Dios tener preparado un registro, para presentar una lista de agravios. No podemos olvidar el ejemplo de Cristo, y nuestra fe cristiana no se cambia como un vestido: puede debilitarse o robustecerse o perderse. Con esta vida sobrenatural, la fe se vigoriza, y el alma se aterra al considerar la miserable desnudez humana, sin lo divino. Y perdona, y agradece: Dios mío, si contemplo mi pobre vida, no encuentro ningún motivo de vanidad y, menos, de soberbia: sólo encuentro abundantes razones para vivir siempre humilde y compungido. Sé bien que el mejor señorío es servir. “(..)      Me alzaré y rodearé la ciudad: por las calles y las plazas buscaré al que amo [Cant III, 2.]... Y no sólo la ciudad: correré de una parte a otra del mundo -por todas las naciones, por todos los pueblos, por senderos y trochas ­para alcanzar la paz de mi alma. Y la descubro en las ocupaciones diarias, que no me son estorbo; que son -al contrario- vereda y motivo para amar más y más, y más y más unirme a Dios. Y cuando nos acecha -violenta- la tentación del desánimo, de los contrastes, de la lucha, de la tribulación, de una nueva noche en el alma, nos pone el salmista en los labios y en la inteligencia aquellas palabras: con El estoy en el tiempo de la adversidad [Ps XC, 15.]. ¿Qué vale, Jesús, ante tu Cruz, la mía; ante tus heridas mis rasguños? ¿Qué vale, ante tu Amor inmenso, puro e infinito, esta pobrecita pesadumbre que has cargado Tú sobre mis espaldas? Y los corazones vuestros, y el mío, se llenan de una santa avidez, confesándole -con obras- que morimos de Amor [Cfr. Cant V, 8.]. “

“ Nace una sed de Dios, una ansia de comprender sus lágrimas; de ver su sonrisa, su rostro... Considero que el mejor modo de expresarlo es volver a repetir, con la Escritura: como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios mío! [Ps XLI, 2.]. Y el alma avanza metida en Dios, endiosada: se ha hecho el cristiano viajero sediento, que abre su boca a las aguas de la fuente [Cfr. Ecclo XXVI, 15.]. Con esta entrega, el celo apostólico se enciende, aumenta cada día -pegando esta ansia a los otros-, porque el bien es difusivo. No es posible que nuestra pobre naturaleza, tan cerca de Dios, no arda en hambres de sembrar en el mundo entero la alegría y la paz, de regar todo con las aguas redentoras que brotan del Costado abierto de Cristo [Cfr. Ioh XIX, 34.], de empezar y acabar todas las tareas por Amor.  (...)Os hablaba antes de dolores, de sufrimientos, de lágrimas. Y no me
contradigo si afirmo que, para un discípulo que busque amorosamente al Maestro, es muy distinto el sabor de las tristezas, de las penas, de las aflicciones: desaparecen en cuanto se acepta de veras la Voluntad de Dios, en cuanto se cumplen con gusto sus designios, como hijos fieles, aunque los nervios den la impresión de romperse y el suplicio parezca insoportable”.

Me interesa confirmar de nuevo que no me refiero a un modo extraordinario de vivir cristianamente. Que cada uno de nosotros medite en lo que Dios ha realizado por él, y en cómo ha correspondido. Si somos valientes en este examen personal, percibiremos lo que todavía nos falta. Ayer me conmovía, oyendo de un catecúmeno japonés que enseñaba el catecismo a otros, que aún no conocían a Cristo. Y me avergonzaba. Necesitamos más fe, ¡más fe!: y, con la fe, la contemplación”.

“Repasad con calma aquella divina advertencia, que llena el alma de inquietud y, al mismo tiempo, le trae sabores de panal y de miel: redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu [Is XLIII, 1.]; te he redimido y te he llamado por tu nombre: ¡eres mío! No robemos a Dios lo que es suyo. Un Dios que nos ha amado hasta el punto de morir por nosotros, que nos ha escogido desde toda la eternidad, antes de la creación del mundo, para que seamos santos en su presencia [Cfr. Eph I, 4.]: y que continuamente nos brinda ocasiones de purificación y de entrega.  Por si aún tuviésemos alguna duda, recibimos otra prueba de sus labios: no me habéis elegido vosotros, sino que os he elegido yo, para que vayáis lejos, y deis fruto; y permanezca abundante ese fruto de vuestro trabajo de almas contemplativas [Cfr. Ioh XV, 16.]”.

Antes y después de las elevaciones vienen“Tiempos de purgación pasiva, penosos, fuertes, de lágrimas dulces y amargas que procuramos esconder .... Descubrir una a una las llagas de Cristo”[18]. (...)“No se acallan definitivamente las pasiones, tentaciones...”[19](...)“Imaginamos que el Señor no nos escucha, que nadamos engañados, que sólo se oye el monólogo de nuestra voz. Es la hora de clamar: acuérdate de tus promesas. Y vienen Visitaciones que siempre nos dejan algo suyo... se asienta con más firmeza en nuestro espíritu la alegría y la paz, que ningún motivo humano podrá arrancarnos”[20]. (...)"Oración que comenzó con esa ingenuidad pueril, se desarrolla ahora en cauce ancho, manso y seguro, porque sigue el paso de la amistad con Aquel que afirmó Yo soy el Camino. El corazón necesita distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturita que va abriendo lo ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!”[21] (...)“No se discurre, se mira. Y el alma rompe a cantar un cantar nuevo”[22]. (...)“No nos aparta de nuestras ocupaciones ordinarias .... diviniza el mundo”[23]. (...)“Hijo pródigo .... Sólo por volver a ver a su hijo prepara una fiesta: ¿qué nos otorgará si siempre hemos procurado estar a su lado?”[24] (...)“Buscar de nuevo a Dios, para amar más y más, y más y más unirme a Dios. ¿Dónde? lo descubro en las ocupaciones diarias, que no me son estorbo. Nace una sed de Dios, un ansia de comprender sus lágrimas; de ver su sonrisa, su rostro...Y el alma avanza metida en Dios, endiosada: se ha hecho el cristiano viajero sediento que abre su boca a las aguas en la fuente”[25].(...)“El celo apostólico se enciende, aumenta cada día porque el bien es difusivo. Se cumplen con gusto sus designios”[26]. (...)“El peligro es la rutina, imaginar que en esto, en lo de cada instante, no está Dios, porque ¡es tan sencillo, tan ordinario! Emaús es el mundo entero porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra acudir a los Ángeles y a Santa María como al principio”[27].

Es estos textos serán comentados por muchos autores como paradigmáticos de la vida de oración contemplativa en medio de la vida ordinaria para todos los fieles; también se puede ver lo autobiográfico de la experiencia del santo que no sólo muestra un camino, sino que lo camina abriendo sendas nuevas y antiguas. Es fácil encontrar indicios dela experiencia experimental de San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús que conocía bien, pero expresados con una originalidad contundente. San Josemaría describe una vida contemplativa en alto vuelo llevado por Dios, y descendiendo continuamente a la vida ordinaria, donde se dan esas acciones de Dios en el alma bien dispuesta. 

Es significativo que Juan Pablo II  afirme del Rosario que  es una oración contemplativa – cuando es una oración eminentemente vocal y repetitiva rezada por muchísimos fieles que no tiene ninguna conciencia de estar en oración contemplativa-. Recordemos que en la tradición orante de la Iglesia de un modo pedagógico, pero excesivamente simple y algo pelagiano se indica una gradación que va de la Lectio divina que se ha de elevar a la meditatio, a la oratio y finalmente a la propia contemplatio. Llamar contemplación a una oración vocal es devolver a Dios lo que es de Dios, y colocar al hombre en su sitio. La contemplación, y el mismo inicio de la oración, es acción de Dios en el alma, que actúa como quiere, dónde quiere y cuando quiere. La misma Santa Teresa duda en el camino de perfección cuando dice que no todos están llamados a la contemplación y les basta la oración vocal y la lectura meditada, pero al mismo tiempo dice que esas almas pueden estar más cerca de Dios que las que tiene alta oración, con fenómenos extraordinarios podríamos decir. Queda pues la cuestión siempre debatida de qué es propiamente contemplación, pero también que es posible la contemplación en la vida ordinaria sin necesidad de experimentar algo extraordinario –que se puede dar y se da interior y exteriormente- y sin que se de la tentación de ponerse como meta la contemplación, o una curiosa idea de contemplación, en lugar del amor a Dios y la entrega total de fe y amor, que es la esencial de la vida mística

Otra aportación importante para comprender mejor la vida mística es la señalada por Santa Edith Stein: "San Juan de la Cruz lo expresa bien claramente cuando dice que el alma puede dar a Dios más  de lo que ella posee y es en sí; que da a Dios el mismo Dios en Dios[28]. Estamos, por consiguiente, aquí en presencia de algo que difiere fundamentalmente de la unión por gracia; porque estamos ante la más profunda inmersión del alma en la esencia divina, que la deja como divinizada; una unión e identificación de dos personas que no anula su independencia, sino que precisamente la supone; una compenetración sólo superada y aventajada por la circuminsesión de las divinas personas, que es su prototipo. Esta es la unión, que San Juan de la Cruz ha tenido siempre presente como meta final a la que quiere conducir en sus libros" [29].

Esta unión en la que el alma llena de Dios da más de lo que posee es muy interesante, porque señala la vida mística como don gratuito en el que el alma es elevada, recreada y puede dar Dios a Dios, amar con el Amor de Dios introducido en el propio amor, tener el corazón de Cristo en lugar del propio corazón, ser otro Cristo, o el mismo Cristo



[1] Miguel de la Fuente. Las tres vidas del hombre. BAC 2002, p.234
[2] Santa Edith Stein. La ciencia de la Cruz. (222-223).
[3] Sobre la meditación cristiana. n.18
[4] Blosio, Intit. Spirit., c. 11 citado en Miguel de la Fuente. Las tres vidas del hombre. BAC 2002, p.267
[5] San  Josemaría Escrivá. Forja. Ed Rialp, n.39
[6] A continuación recojo diversas oraciones escritas en nuestro tiempo y recogidas queriendo que sean anónimas. No se puede decir que se adapten exactamente a las moradas de Santa Teresa, pero sí que son un ejemplo de la acción en las almas que bien se puede llamar contemplación en la vida ordinaria. 
Abril 99  Señor ahora que te he encontrado, ayúdame a aumentar en mi fe en Ti, para que así nunca más te vuelva a perder. 
Señor mío Jesucristo, ahora reflexiono y me pregunto: ¿Cómo es que estoy abatida y deprimida? ¿Es que no confío suficientemente en Ti? Perdóname y ayúdame a comprender que Tú eres el consuelo y la esperanza de quienes te buscan. Sé que siempre estás atento y dispuesto a escucharme, que nuca me dices “Ahora no puedo” ¿Por qué soy tan desagradecida, y yo te lo digo tantas veces? Perdóname Señor. 
Me pregunto cada día si soy suficiente buena madre. Tú lo sabes todo, envíame tu Espíritu Santo para que abra mi entendimiento y sepa ver mejor los buenos ejemplos que nos dejó tu Madre.
[7] Febrero 99 Pocos días después de mi confesión general, pedí al Señor que me ayudase y me guiase. Me pareció entonces que me cogía de la mano y me llevaba con Él por todo Jerusalén, y estaba a su lado cuando hablaba y cuando hacía los milagros. Y así han pasado unos días, hasta que el otro día, fue como si el Señor me dijese: ”tienes que aprender a caminar aquí en la tierra conmigo, pero también con una Madre, que es mi Iglesia que al igual que Yo te guiará pues sigue mis preceptos y está asistida por Mí hasta el final de los tiempos. 
Marzo 99 Dame ánimos Señor para no dejar de buscarte, Tú eres el Bien verdadero, el único Bien Verdadero, mi alma desea gozarte. Yo te busco en cada instante Señor, pero Tú también me buscas a mí. Me buscas cuando te me das en la Sagrada Comunión, y así sin casi yo darme cuenta, con toda sutileza, con toda suavidad, me llevas contigo a estar cada día un poquito más cerca de Dios Padre. 
Deseo buscarte, deseo encontrarte en cada instante, encontrarte en el prójimo, encontrarte en el sufrimiento, encontrarte en la alegría, encontrarte en el silencio de mi alma, encontrarte en el perdón, encontrarte en la justicia. Encontrarte aún sin haberte perdido. Te encuentro en cada instante porque te busco también en cada instante y así será más difícil perderte. Te amo Señor.
[8] Dios mío y Señor, que nunca yo te falte, no quiero que por algo que yo haga o piense, Tú tengas que sufrir (no deseo hacerte sufrir). Si los que te amamos fuésemos conscientes de que al pecar sufres, creo que sería imposible pecar, pero Tú nos dices: que el espíritu está pronto, pero la carne es débil, y temo pecar, entonces veo que además de la oración y la mortificación que con tu ayuda me harán más fuerte para no caer en la tentación, necesito que me hables más, mucho más del cielo, porque así, aunque sea por alcanzarlo, no me aparte ni un momento de Ti.. 
Luego me haces ver que para mí el cielo eres Tú, Trinidad Beatísima y dejo de pensar en el cielo que ni tan siquiera sé si tiene paisaje. 
Y deseo estar en tu gloria, mirarte a los ojos y que me envuelva tu Amor, es entonces cuando te pido que me hables de tu Amor y me hablas de tu Hijo, tu gran Amor, y es tu Hijo el que me habla de la Cruz, y es verdad, el Cielo es la Cruz de Cristo y la Cruz de Cristo es el cielo. 
Es la Cruz de Cristo la que tengo que mirar cuando surge la tentación. 
Es la Cruz de Cristo que me dará claridad cuando todo sea oscuridad. 
Es sólo en la Cruz de Cristo que encontraré la felicidad
[9] El Espíritu Santo me ha hecho ver que se comunica constantemente con nosotros; Él es una corriente continua. Él está fuera y dentro de nosotros. 
Nuestros sentidos; vista, olfato, tacto, gusto, oído, los sonidos que podemos emitir para comunicarnos unos con los otros, (comunicación verbal), la inteligencia, sensaciones, estados de ánimo y demás percepciones de nuestro cuerpo, sirven para comunicarnos (además de verbalmente) las creaturas creadas entre sí, y también con el resto de la creación. 
Para comunicarnos con Dios, también nos sirven, pero no son imprescindibles, si una persona está afectada por un estado de coma profundo, no se puede comunicar con sus semejantes, pero no pierde la comunicación con Dios, porque esta comunicación del hombre, de su alma, con Dios su Creador no la puede cortar nada ni nadie, ni tan siquiera el poder del Maligno. El demonio lo único que hace es interferir a nivel de conciencia. 
Si un hombre acepta esta comunicación con Dios desde su conciencia, desde su libertad, aunque entre en coma profundo o algo similar su alma continúa comunicándose con Dios. 
Si un hombre rechaza conscientemente y libremente la comunicación que constantemente se está produciendo entre Dios y su alma, por muy despiertos que tenga los sentidos al rechazar esta comunicación, no puede percibir que Dios se está comunicando con él. 
El alma es como una cuartilla en blanco en la que si el hombre con su libertad acepta la comunicación con Dios, se va imprimiendo en ella lo que Dios la quiere comunicar. Si el hombre con su libertad rechaza esta comunicación de Dios a su alma, no quedará nada impreso de la comunicación de Dios con el alma. Si esta cuartilla en blanco que es el alma no tiene nada impreso cuando se separe del cuerpo ya nada se podrá imprimir jamás en ella y quedará separada para siempre de Dios. 
El demonio el único poder que tiene cuando el alma está aún en el cuerpo es el de interferir a nivel de libertad para que no se pueda imprimir lo que Dios comunica al alma, pero no puede cortar la comunicación entre Dios y el alma. 
El hombre que no haya rechazado conscientemente la comunicación con Dios, cuando su alma se separe de su cuerpo será como una cuartilla más o menos llena de lo que Dios ha impreso  en ella, y ya nunca se podrá borrar quedando para toda la eternidad en Dios. 
El purgatorio es para las cuartillas (almas) que aunque tienen impresiones de Dios en ellas, no tienen estas impresiones la suficiente nitidez (tal vez por culpa de la calidad de la cuartilla) y necesitan tiempo para que los rasgos impresos por Dios sean nítidos completamente. 
Tal vez el pecado mortal no logre que Dios no imprima nada en el alma, pero con el pecado mortal se oscurece tanto la cuartilla (el alma) que aunque Dios imprima sus rasgos en ella no se pueden ver y es como si no existiesen. Es como escribir con tinta negra en una cuartilla de color negro. 
El sacramento de la Penitencia aclara el alma y pueden entonces verse lo que Dios había impreso en ella.> 
Sólo Dios puede leer y así juzgar si en el alma hay rasgos o no de Él. 
Nadie más que Dios puede leer un alma para poder juzgarla.
[10] Entrega total a Dios en la vida ordinaria 
Tu Espíritu, Padre, es Quién puso este deseo ardiente en mi alma. Dije hace más de un año: “El deseo ya nació, -no hay secretos para Dios-, pero por obediencia sólo será un deseo ardiente que guardaré en el corazón”. 
Y lo he guardado en el Corazón que hoy tengo (que es mitad del de tu Hijo, mi Señor Jesucristo y mitad del de tu Hija, mi Madre, la siempre Virgen María), hasta que, por fin, me has dicho: “Ya te he puesto alas, ya puedes volar” 
Me has dado oído abierto,. entonces digo: “Heme aquí que vengo ¡Oh Dios mío! Para hacer tu Voluntad”. (salmo 39) 
Tu Voluntad es ésta: Que me ofrezca en sacrificio por tus “sacerdotes”, uniendo mi sacrificio  al sacrificio de tu Hijo, mi Señor Jesucristo, “completando en mi carne lo que falta a sus sufrimientos por su cuerpo, que es la Iglesia” Col 1,24. 
Te ruego Padre que me ayudes a perseverar en la prueba, confío en que así lo harás. “porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Que no he recibido   el espíritu de siervo para recaer en el temor, antes he recibido el espíritu de adopción por el que clamo: ¡Abba! ¡Padre! El Espíritu da testimonio a mi espíritu de que soy hija de Dios, y si hija, también coheredera de Cristo, supuesto  que padezca con Él para ser con Él glorificada” (Rom 8,14-17) 
Deposito esta ofrenda en manos de mi Madre, tu Hija, la siempre Virgen María, y en las de mi Padre y Señor aquí en la Tierra, el glorioso San José, su castísimo esposo, para que te la hagan llegar y la custodien. 
Santa Edith Stein expresa así su entrega total antes de acudir al campo de concentración y rechazando previamente la huida a lugar seguro: "Desde ahora acepto con alegría, y con absoluta sumisión a su santa voluntad, la muerte que Dios ha preparado para mí. Pido al Señor que acepte mi vida y también mi muerte en honor y gloria suyas; por todas las intenciones del Sagrado Corazón de Jesús y de María; por la Santa Iglesia y especialmente, por el mantenimiento, santificación y perfección de nuestra Santa Orden, en particular los conventos Carmelitas de Colonia y Echt; en expiación por la falta de fe del pueblo judío y para que el Señor sea acogido por los suyos; para que venga a nosotros su Reino de Gloria, por la salvación de Alemania y por la paz en el mundo. Finalmente, por todos mis seres queridos, vivos y muertos, y todos aquellos que Dios me dio. Que ninguno de ellos tome el camino de la perdición" (Recogido en el Proceso Ordinario de la Causa de Beatificación de la Sierva de Dios Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein),  51 a, 5-6; versión castellana en Los caminos del silencio interior, cit., p 189).
[11] 15 Noviembre de 2001 
Hoy en la Sta Misa Dios me ha hecho ver que nada más le puedo pedir para mí, me lo ha dado todo, no es que me crea perfecta, al contrario, veo cada vez mejor mis miserias y mis limitaciones, pero ya cada vez menos me quitan la paz interior. 
Me da paz el pensar en todo lo que Dios me da, y no me quita la paz pensar que si algo de lo que el mundo dice que es malo me pueda sobrevenir, por un momento se me encoge mi corazón humano, pero sólo por un momento, por la primera impresión, tan difícil de contener. 
Antes no me sucedía así, me apesadumbraba el pensar en la absoluta pobreza, en la enfermedad, en minusvalías físicas o en cualquier forma de infelicidad o de cualquier forma de infelicidad para el hombre. Hasta hace poco me quitaba la paz pensar si era demonio o no todo lo que mi espíritu experimentaba, me quitaba también a paz pensar que si me quedaba sin todo lo que me rodea, me diese cuenta de que costaba encontrar a Dios, por haberlo buscado donde no estaba o confundido con lo que no era. 
Pero ahora Dios me da la paz y la seguridad de que sólo le busco a Él y no sé (Él si lo sabe) que más me puede dar, hace que me sienta completa, curada, todas las heridas cicatrizadas, me hace saber que todo está en su sitio, saber también que camino por el camino que conduce a Él, tan amada por su misericordia que parece que de un momento a otro me va a requerir a su Presencia, y me siento preparada, llena de Él, por eso hoy le digo. 
Que nada pido para mí, todo lo que me falte Él lo sabe, yo no, sé que me lo dará. 
Sólo sirvo para amar a Dios, no encuentro otra utilidad en mi vida más importante que la de amarle a Él, y por Él a mis hermanos. 
Amén
[12] 
Trinidad Beatísima, Eterno y Único Bien de mi alma. Llénala de tu Luz, penétrala, traspásala, pacifica sus potencias. 
¡Oh Misterio incomensurable, que mi amo reclama! Quédate siempre en mi alma, ¡pastoréala, rodéala, envuélvela, átala, abrázala! 
Tú, sublime Misterio, que has dado conocimiento a mi alma de tu existencia, de tus deseos de darte a las almas, de sumergirlas en las profundidades de tu Amor, ahogando en él todo lo que ellas hay que no es conforme a Ti. 
Tú me vas consumiendo más y más en Ti, y voy poco a poco desapareciendo. 
Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, Misterio Trinitario que el alma al contemplarlo en la medida de sus posibilidades, las que Tú concedes, puede conocer por qué, para qué y para Quién fue creada, y así participa mi alma del éxtasis de tu Divino Amor. 
No le es posible a mi alma contemplarte sin apreciar cómo tu Amor Trinitario se derrama en ella, la elevas hasta lo infinito y dejando lo finito la introduces en tu adorable Misterio. 
Liberas a las almas. Pueden levantar el vuelo porque gusanos eran que han sufrido una metamorfosis de tu Amor, y ya transformados por tu Misericordia en mariposas vuelan, y con suave vuelo en Ti se posan, en Ti s esconden, en Ti reposan. ¡Trinidad Beatísima, Cazadora eres de estas almas mariposas! Almas que en la tierra no encuentran ya consuelo las tienes entre profundidades y cumbres, entre quietud y movimiento hacia Ti, entre lo finito que ellas palpan y lo infinito que Tú penetras y te penetran; entre la vida que es para ellas muerte y la muerte que es ya su Vida; entre el existir sin existir, así las tienes, así las quieres, así se abandonan en Ti, así te adoran, así te aman. 
Mi amadísima Trinidad, Fuente de paz del alma, cuando, como en estos días ya pasados, vuelvas hacer que mi alma sufra terribles tentaciones de purificación, porque Tú la quieres hacer cada vez más Tuya, la quieres absolutamente Tuya, y que se dé por completo al prójimo por tu amor, recordaré (si tú me lo concedes) estos momentos en que me haces recobrar el aliento, y aunque sufra mi alma  en la purificación, tendrá la paz y esperanza de que por tu infinita Misericordia te vuelvas a acordar de ella para elevarla de nuevo por las altas cumbres de tu Divino Amor.  Amén


4. "POR QUÉ ME CONVERTÍ AL CATOLICISMO". (Gilber K. Chesterton)

Aunque sólo hace algunos años que soy católico, sé sin embargo que el problema «por qué soy católico» es muy distinto del problema «por qué me convertí al catolicismo». Tantas cosas han motivado mi conversión y tantas otras siguen surgiendo después... Todas ellas se ponen en evidencia solamente cuando la primera nos da el empujón que conduce a la conversión misma.

Todas son también tan numerosas y tan distintas las unas de las otras, que, al cabo, el motivo originario y primordial puede llegar a parecernos casi insignificante y secundario. La «confirmación» de la fe, vale decir, su fortalecimiento y afirmación, puede venir, tanto en el sentido real como en el sentido ritual, después de la conversión. El convertido no suele recordar más tarde de qué modo aquellas razones se sucedían las unas a las otras. Pues pronto, muy pronto, este sinnúmero de motivos llega a fundirse para él en una sola y única razón.

Existe entre los hombres una curiosa especie de agnósticos, ávidos escudriñadores del arte, que averiguan con sumo cuidado todo lo que en una catedral es antiguo y todo lo que en ella es nuevo. Los católicos, por el contrario, otorgan más importancia al hecho de si la catedral ha sido reconstruida para volver a servir como lo que es, es decir, como catedral.

¡Una catedral! A ella se parece todo el edificio de mi fe; de esta fe mía que es demasiado grande para una descripción detallada; y de la que, sólo con gran esfuerzo, puedo determinar las edades de sus distintas piedras.

A pesar de todo, estoy seguro de que lo primero que me atrajo hacia el catolicismo, era algo que, en el fondo, debería más bien haberme apartado de él. Estoy convencido también de que varios católicos deben sus primeros pasos hacia Roma a la amabilidad del difunto señor Kensit.

El señor Kensit, un pequeño librero de la City, conocido como protestante fanático, organizó en 1898 una banda que, sistemáticamente, asaltaba las iglesias ritualistas y perturbaba seriamente los oficios. El señor Kensit murió en 1902 a causa de heridas recibidas durante uno de esos asaltos. Pronto la opinión pública se volvió contra él, clasificando como «Kensitite Press» a los peores panfletos antirreligiosos publicados en Inglaterra contra Roma, panfletos carentes de todo juicio sano y de toda buena voluntad.

Recuerdo especialmente ahora estos dos casos: unos autores serios lanzaban graves acusaciones contra el catolicismo, y, cosa curiosa, lo que ellos condenaban me pareció algo precioso y deseable.

En el primer caso —creo que se trataba de Horton y Hocking— se mencionaba con estremecido pavor, una terrible blasfemia sobre la Santísima Virgen de un místico católico que escribía: «Todas las criaturas deben todo a Dios; pero a Ella, hasta Dios mismo le debe algún agradecimiento». Esto me sobresaltó como un son de trompeta y me dije casi en alta voz: «¡Qué maravillosamente dicho!». Me parecía como si el inimaginable hecho de la Encarnación pudiera con dificultad hallar expresión mejor y más clara que la sugerida por aquel místico, siempre que se la sepa entender.

En el segundo caso, alguien del diario Daily News (entonces yo mismo era todavía alguien del Daily News), como ejemplo típico del «formulismo muerto» de los oficios católicos, citó lo siguiente: un obispo francés se había dirigido a unos soldados y obreros cuyo cansancio físico les volvía dura la asistencia a Misa, diciéndoles que Dios se contentaría con su sola presencia, y que les perdonaría sin duda su cansancio y su distracción. Entonces yo me dije otra vez a mi mismo: «¡Qué sensata es esa gente! Si alguien corriera diez leguas para hacerme un gusto a mi, yo le agradecería muchísimo, también, que se durmiera enseguida en mi presencia».

Junto con estos dos ejemplos, podría citar aún muchos otros procedentes de aquella primera época en que los inciertos amagos de mi fe católica se nutrieron casi con exclusividad de publicaciones anticatólicas.

Tengo un claro recuerdo de lo que siguió a estos primeros amagos. Es algo de lo cual me doy tanta más cuenta cuanto más desearía que no hubiese sucedido. Empecé a marchar hacia el catolicismo mucho antes de conocer a aquellas dos personas excelentísimas a quienes, a este respecto, debo y agradezco tanto: al reverendo Padre John O'Connor de Bradford y al señor Hilaire Belloc; pero lo hice bajo la influencia de mi acostumbrado liberalismo político; lo hice hasta en la madriguera del Daily News.

Este primer empuje, después de debérselo a Dios, se lo debo a la historia y a la actitud del pueblo irlandés, a pesar de que no hay en mí ni una sola gota de sangre irlandesa. Estuve solamente dos veces en Irlanda y no tengo ni intereses allí ni sé gran cosa del país. Pero ello no me impidió reconocer que la unión existente entre los diferentes partidos de Irlanda se debe en el fondo a una realidad religiosa; y que es por esta realidad que todo mi interés se concentraba en ese aspecto de la política liberal.

Fui descubriendo cada vez con mayor nitidez, enterándome por la historia y por mis propias experiencias, cómo, durante largo tiempo se persiguió por motivos inexplicables a un pueblo cristiano, y todavía sigue odiándosele. Reconocí luego que no podía ser de otra manera, porque esos cristianos eran profundos e incómodos como aquellos que Nerón hizo echar a los leones.

Creo que estas mis revelaciones personales evidencian con claridad la razón de mi catolicismo, razón que luego fue fortificándose. Podría añadir ahora cómo seguí reconociendo después, que a todos los grandes imperios, una vez que se apartaban de Roma, les sucedía precisamente lo mismo que a todos aquellos seres que desprecian las leyes o la naturaleza: tenían un leve éxito momentáneo, pero pronto experimentaban la sensación de estar enlazados por un nudo corredizo, en una situación de la que ellos mismos no podían librarse. En Prusia hay tan poca perspectiva para el prusianismo, como en Manchester para el individualismo manchesteriano.

Todo el mundo sabe que a un viejo pueblo agrario, arraigado en la fe y en las tradiciones de sus antepasados, le espera un futuro más grande o por lo menos más sencillo y más directo que a los pueblos que no tienen por base la tradición y la fe. Si este concepto se aplicase a una autobiografía, resultaría mucho más fácil escribirla que si se escudriñasen sus distintas evoluciones; pero el sistema sería egoísta. Yo prefiero elegir otro método para explicar breve pero completamente el contenido esencial de mi convicción: no es por falta de material que actúo así, sino por la dificultad de elegir lo más apropiado entre todo ese material numeroso. Sin embargo trataré de insinuar uno o dos puntos que me causaron una especial impresión.

Hay en el mundo miles de modos de misticismo capaces de enloquecer al hombre. Pero hay una sola manera entre todas de poner al hombre en un estado normal. Es cierto que la humanidad jamás pudo vivir un largo tiempo sin misticismo. Hasta los primeros sones agudos de la voz helada de Voltaire encontraron eco en Cagliostro. Ahora la superstición y la credulidad han vuelto a expandirse con tan vertiginosa rapidez, que dentro de poco el católico y el agnóstico se encontrarán lado a lado. Los católicos serán los únicos que, con razón, podrán llamarse racionalistas. El mismo culto idolátrico por el misterio empezó con la decadencia de la Roma pagana a pesar de los «intermezzos» de un Lucrecio o de un Lucano.

No es natural ser materialista ni tampoco el serlo da una impresión de naturalidad. Tampoco es natural contentarse únicamente con la naturaleza. El hombre, por lo contrario, es místico. Nacido como místico, muere también como místico, sobre todo si en vida ha sido un agnóstico. Mientras que todas las sociedades humanas consideran la inclinación al misticismo como algo extraordinario, tengo yo que objetar, sin embargo, que una sola sociedad entre ellas, el catolicismo, tiene en cuenta las cosas cotidianas. Todas las otras las dejan de lado y las menosprecian.

Un célebre autor publicó una vez una novela sobre la contraposición que existe entre el convento y la familia (The Cloister and the hearth). En aquel tiempo, hace 50 años, era realmente posible en Inglaterra imaginar una contradicción entre esas dos cosas. Hoy en día, la así llamada contradicción, llega a ser casi un estrecho parentesco. Aquellos que en otro tiempo exigían a gritos la anulación de los conventos, destruyen hoy sin disimulo la familia. Este es uno de los tantos hechos que testimonian la verdad siguiente: que en la religión católica, los votos y las profesiones más altas y «menos razonables» —por decirlo así— son, sin embargo, los que protegen las cosas mejores de la vida diaria.

¿Por qué me convertí al catolicismo?

Muchas señales místicas han sacudido el mundo. Pero una sola revolución mística lo ha conservado: el santo está al lado de lo superior, es el mejor amigo de lo bueno. Toda otra aparente revelación se desvía al fin hacia una u otra filosofía indigna de la humanidad; a simplificaciones destructoras; al pesimismo, al optimismo, al fatalismo, a la nada y otra vez a la nada; al «nonsense», a la insensatez.

Es cierto que todas las religiones contienen algo bueno. Pero lo bueno, la quinta esencia de lo bueno, la humildad, el amor y el fervoroso agradecimiento «realmente existente» hacia Dios, no se hallan en ellas. Por más que las penetremos, por más respeto que les demostremos, con mayor claridad aún reconoceremos también esto: en lo más hondo de ellas hay algo distinto de lo puramente bueno; hay a veces dudas metafísicas sobre la materia, a veces habla en ellas la voz fuerte de la naturaleza; otras, y esto en el mejor de los casos, existe un miedo a la Ley y al Señor.

Si se exagera todo esto, nace en las religiones una deformación que llega hasta el diabolismo. Sólo pueden soportarse mientras se mantengan razonables y medidas. Mientras se estén tranquilas, pueden llegar a ser estimadas, como sucedió con el protestantismo victoriano. Por el contrario, la más alta exaltación por la Santísima Virgen o la más extraña imitación de San Francisco de Asís, seguirían siendo, en su quintaesencia, una cosa sana y sólida. Nadie negará por ello su humanismo, ni despreciará a su prójimo. Lo que es bueno, jamás podrá llegar a ser DEMASIADO bueno. Esta es una de las características del catolicismo que me parece singular y universal a la vez. Esta otra la sigue:

Sólo la Iglesia Católica puede salvar al hombre ante la destructora y humillante esclavitud de ser hijo de su tiempo. El otro día, Bernard Shaw expresó el nostálgico deseo de que todos los hombres vivieran trescientos años en civilizaciones más felices. Tal frase nos demuestra cómo los santurrones sólo desean —como ellos mismos dicen— reformas prácticas y objetivas.

Ahora bien: esto se dice con facilidad; pero estoy absolutamente convencido de lo siguiente: si Bernard Shaw hubiera vivido durante los últimos trescientos años, se habría convertido hace ya mucho tiempo al catolicismo. Habría comprendido que el mundo gira siempre en la misma órbita y que poco se puede confiar en su así llamado progreso. Habría visto también cómo la Iglesia fue sacrificada por una superstición bíblica, y la Biblia por una superstición darwinista. Y uno de los primeros en combatir estos hechos hubiera sido él. Sea como fuere, Bernard Shaw deseaba para cada uno una experiencia de trescientos años. Y los católicos, muy al contrario de todos los otros hombres, tienen una experiencia de diecinueve siglos. Una persona que se convierte al catolicismo, llega, pues, a tener de repente dos mil años.

Esto significa, si lo precisamos todavía más, que una persona, al convertirse, crece y se eleva hacia el pleno humanismo. Juzga las cosas del modo como ellas conmueven a la humanidad, y a todos los países y en todos los tiempos; y no sólo según las últimas noticias de los diarios. Si un hombre moderno dice que su religión es el espiritualismo o el socialismo, ese hombre vive íntegramente en el mundo más moderno posible, es decir, en el mundo de los partidos.

El socialismo es la reacción contra el capitalismo, contra la insana acumulación de riquezas en la propia nación. Su política resultaría del todo distinta si se viviera en Esparta o en el Tíbet. El espiritualismo no atraería tampoco tanto la atención si no estuviese en contradicción deslumbrante con el materialismo extendido en todas partes. Tampoco tendría tanto poder si se reconocieran más los valores sobrenaturales.


Jamás la superstición ha revolucionado tanto el mundo como ahora. Sólo después que toda una generación declaró dogmáticamente y una vez por todas, la IMPOSIBILIDAD de que haya espíritus, la misma generación se dejó asustar por un pobre, pequeño espíritu. Estas supersticiones son invenciones de su tiempo -podría decirse en su excusa-. Hace ya mucho, sin embargo, que la Iglesia Católica probó no ser ella una invención de su tiempo: es la obra de su Creador, y sigue siendo capaz de vivir lo mismo en su vejez que en su primera juventud: y sus enemigos, en lo más profundo de sus almas, han perdido ya la esperanza de verla morir algún día




5. "DESAFÍOS ACTUALES PARA LA MÍSTICA CRISTIANA REFLEXIÓN A LA LUZ DEL PENSAMIENTO DEL P. ATINTENO EN LA EVOLUCIÓN MÍSTICA" (Fray Ángel, Pérez Casado, O.P.  Peña de Francia)

 Introducción
Dos grandes pensadores del siglo pasado, aunque desde distintos puntos de vista, hicieron un pronóstico similar acerca del siglo XXI. El primero, A. Malraux, novelista francés, afirmó de una manera más general: El siglo XXI o será místico o no será. Por su parte el teólogo alemán K. Rahner, ya de una manera más específicamente cristiana, vino a sugerir el mismo pensamiento: El hombre religioso de mañana será un místico, una persona que ha experimentado algo, o no podrá seguir siendo cristiano... El cristiano de mañana será místico o no será cristiano”.

El mismo P. Arintero, citando a uno de los autores espirituales de su época (P. Weis), viene a decirnos algo parecido: La Mística es verdaderamente la flor y el término de la vida cristiana… Es el cristianismo en su entero desenvolvimiento. Por eso concierne a todos a todos cuantos quieren aceptar el cristianismo entero.

No hace falta ser un conocedor muy profundo de la situación por la que está pasando la fe cristiana para percibir la crisis, carencia y endeblez de una vida contemplativa que afecta a una buena parte de comunidades creyentes cristianas. No pretendemos entrar en el análisis y causas de esta situación. Seguramente hay estudios muy bien hechos, porque es un tema que preocupa y apasiona. Tan sólo quisiéramos que una vez más volviéramos a reconsiderar las raíces y motivaciones más profundas de nuestra fe, que como apunta K. Rhaner nos llevan necesariamente a ser místicos. Es más, sería el mejor aporte que podríamos hacer a la sociedad en que vivimos, como nos señala la mirada perspicaz de A. Malraux.

En nuestra reflexión, trataremos de indicar en un primer punto los condicionamientos sociales que están afectando a la pérdida de mística en la vida cristiana y religiosa. En un segundo apartado, trataremos de señalar qué aportaciones o valores positivos desde la mística cristiana podemos ofrecer a nuestra sociedad. Y, finalmente, volveremos a la tradición mística para tomar de ella los medios más eficaces que nos ayuden a vivir una verdadera mística cristiana.

1.- Problemática actual para una vida del espíritu


No vamos hacer un análisis exhaustivo ni muy profundo porque no es el objetivo principal de este pequeño trabajo, y porque, por otra parte, la situación es sobradamente conocida. Tan sólo nos limitaremos a indicar algunos de los desafíos más importantes a los que hoy día se enfrenta la vida religiosa.

            a) Materialismo consumista

Es tan evidente que el abuso de los bienes materiales, al menos por una parte de la población, ha llegado a unos extremos tan insoportables, que hoy día ya han sonado las alarmas, incluso desde ámbitos de los propios recintos del materialismo, llámense economistas, financieros, mercados bursátiles, políticos etc. Se nos exhortó y animó a hacer el cielo del bienestar aquí ya en la tierra: Consumir, usar y tirar, vivir la vida a tope, exhibicionismo de una riqueza insultante…, que al final el sistema se está quebrando.

Esta atmósfera del materialismo consumista ha ido entrando, poco a poco, hasta en los recintos más cultivados del espíritu. Quizás primero como una reacción a una concepción un tanto estrecha del antiguo voto de pobreza. Lo cierto es que, casi sin enterarnos en muchos de nuestros ambientes religiosos, vivimos una vida burguesa, acomodada, en donde se nos han metido demasiadas cosas superfluas, que nos impiden caminar ligeros de equipaje…

Las justificaciones de cada uno de nosotros para tener mucho más de lo necesario son infinitas, algunas podríamos tildarlas de pintorescas. Si no fuera porque más de ochocientos millones de seres humanos se mueren de hambre, esto podría hasta dejarnos indiferentes con el pretexto de «allá cada uno con su conciencia», pero la verdad es que produce pena, hastío y desánimo.

b) El imperio de lo efímero

Esta frase acuñada ya hace unas décadas sigue teniendo pleno vigor. El bombardeo de permanentes mensajes superficiales,a través sobre todo de los medios audiovisuales y escritos, apenas dejan nada de tiempo para que podamos pensar y decidir por nuestra propia cuenta. Una buena parte de los permanentes mensajes (políticos, deportivos, espectáculos…), que se nos envían a través de estos medios tratan de manipular y manejar nuestra condición humana más sensible y frágil. Lo que se pretende con estos mensajes abusivos es utilizarnos para obtener pingües beneficios en negocios de cuya elemental moralidad habría que dudar mucho.

            También ha invadido este aire enrarecido de lo efímero a una buena parte de nuestras casas religiosas, que hasta no hace mucho tiempo eran recintos privilegiados de soledad y silencio. El pretexto, que en un principio también estuvo justificado, era estar al día de lo que acontecía en la sociedad en que vivíamos. Pero esta idea, necesaria y buena, ha ido decayendo o degenerando hasta vaciarnos de contenido serio nuestro espíritu. Muchos de nosotros padecemos acusados síntomas de dependencia de estas manipulaciones efímeras de nuestra sociedad. Parafraseando las palabras evangélicas podríamos decir que estamos edificados o asentados, sobre arenas movedizas.

            c) Individualismo

Al final toda esta autosuficiencia de bienes materiales y de medios de distracción y halago de los sentidos, ha generado personas muy celosas de sus derechos, de su tiempo libre, de su vida privada…, y muy débiles para asumir cualquier compromiso que les saque de su cerrado círculo. Interesa sólo, mi yo, mi felicidad, mis vacaciones, mi tiempo… En fin, un egoísmo narcisista más o menos maquillado. Palabras como bien común, fidelidad, austeridad, honradez, solidaridad…, han sido muy devaluadas, si es que no han desaparecido. Lo que importa ante todo y sobre todas las demás cosas es lo que atañe a mi persona, que es intocable. Lo cual nos ha conducido a extremos tan peligrosos como la droga, el alcoholismo, las rupturas familiares precipitadas…

            Esta enfermedad también ha tocado a la vida religiosa. Se ha pasado de extremos en que a los miembros de muchas de nuestras instituciones se los sacrificaba, sin muchas contemplaciones, al fin y objeto del llamado bien comunitario, al momento actual, en que lo más importante y, a veces lo único que se debe tener en cuenta, son mis intocables proyectos particulares, que en muchas ocasiones si fueran evaluados comunitariamente con honradez, ofrecerían muchos aspectos de muy dudosa eficacia apostólica. Pero también aquí mi vida privada está por encima de cualquier tarea comunitaria a la que criticamos fácilmente pero que apenas aportamos nada para mejorarla.

            Por supuesto que estos tres puntos que acabamos de señalar como peligros generados en nuestra sociedad de consumo no afectan de igual manera a todas las personas. Más aún, existe un buen grupo de mujeres y de hombres que se esfuerzan por conservar una serie de valores que han heredado de la mejor tradición de sus antepasados, y que tratan de mantenerlos y renovarlos, sabiendo que en ellos está la felicidad y las bases de una convivencia que fomenta la paz y la armonía de la mejor de las maneras posibles. La mayoría de estas buenas gentes, anónimas y desconocidas, contribuyen eficazmente a mantener la esperanza para la humanidad.

2.- Qué puede ofrecer la vida mística cristiana


¿Qué podemos aportar desde nuestra fe cristina a nuestros conciudadanos para ayudarles a caminar hacia horizontes más amplios que los que le ofrece el materialismo actual, y que satisfagan sus deseos de una felicidad más plena y más en consonancia con un humanismo más verdadero?

a) Un sentido trascendente de la vida

Buscar la felicidad, ansiosamente y solamente a través de los bienes y objetos materiales, no lleva muy lejos. La vida en sí misma, que tantas expectativas nos presenta, nos deja siempre una herida o un anhelo abierto sin cicatrizar. Ni siquiera en los momentos más felices de nuestra existencia, alejamos la sombra de nuestra limitación: ¿cuánto durarán los momentos felices? Es aquí donde los místicos ensanchan nuestras perspectivas terrenas y materiales. Digamos que nos abren una ventana a la luz y la esperanza a esa felicidad ilimitada que todos buscamos por diferentes caminos. Nos hablan de una nueva vida: la vida sobrenatural.

            Pero, ¿qué es la vida sobrenatural? Se puede decir, que la vida del espíritu, sobrenatural o trascendental tiene su punto de referencia en la entraña del mensaje de Jesús. En la conversación amistosa que Jesús mantuvo con un hombre con serias inquietudes religiosas como Nicodemo, éste se mostró sorprendido cuando Jesús le dijo que hay que nacer a otra vida nueva de arriba…, del Espíritu. En un principio Nicodemo no acierta a entender cómo se puede nacer a esa nueva vida del Espíritu (Jn 3, 3-8).

            El P. Arintero nos ofrece una ajustada reflexión sobre este mensaje de Jesús a Nicodemo: Nacer de nuevo es recibir una segunda naturaleza; ser creados en Jesucristo, cuando ya existimos, es recibir una vida superior, una segunda vida, sobrepuesta a la natural. Pero ¿de quién es hijo el hombre regenerado?, ¿de quien recibe el principio de la nueva existencia? No de la carne y sangre, ni de voluntad humana, sino de Dios, que quiso que nos llamásemos hijos suyos y que realmente lo fuéramos.

            Se puede decir, que el objetivo principal de los escritos místicos del P. Arintero, es darnos a conocer las particularidades de esa nueva vida del ser humano. Recogemos de una manera muy sucinta su principal clave: Lo que constituye el orden sobrenatural (es), la manifestación de la vida eterna: al entrar así en sociedad o relación familiar y amistosa con Dios, participando de la comunicación divina y de sus íntimos secretos.

            Manifestación de la vida eterna. Como decíamos anteriormente, esta nueva vida, viene abrirnos el horizonte de los ilimitados y mejores deseos del ser humano. Levanta nuestra mirada de los acontecimientos inmediatos y limitados de nuestra existencia diaria para relativizarlos. Suceda lo que suceda, todo pasa, bueno o malo, y el fin del camino se nos presenta con más rapidez de lo que en principio imaginamos. En definitiva, debemos saber o vislumbrar, con la mayor claridad posible, hacia donde caminamos, y no andar perdidos por atajos de la vida, que por atractivos que sean no llevan a ninguna parte. Para el creyente el caminar no es otra cosa que entrar en sociedad o relación familiar y amistosa con Dios, participando de la comunicación divina y de sus íntimos secretos.

            El P. Arintero nos precisa, que este sorprendente horizonte abierto al ser humano situado más allá de sus límites y limitaciones, no es un sobreañadido que nada tuviera que ver con nuestra existencia terrena. No. Más bien este horizonte sobrenatural o del espíritu, aunque mira más allá de nuestras fronteras humanas, se asienta y parte de nuestra naturaleza humana: El verdadero orden sobrenatural, el único que realmente existe en unión con el natural, es aún más que todo eso: no sólo excede a las exigencias naturales, sino que trasciende todas las suposiciones y aspiraciones racionales: es un orden que nadie hubiera podido conocer por analogía, ni sospechar, ni aún soñar siquiera, si el mismo Dios, a la vez que nos elevó a él, no se hubiera dignado manifestárnoslo. «Ni el ojo vio,»(1Co 2, 9; Is 64, 4).

            Más aún, para el P. Arintero el desarrollo o crecimiento de esta vida sobrenatural o mística, es el que lleva al ser humano a alcanzar su plenitud, o dicho de otra manera, cuanto más divino más humano, o si queremos al revés, cuanto más humano más divino: El progreso místico –nos dice– es el único y verdadero progreso integral. El único en que la naturaleza logra realmente adquirir la plenitud de sus perfecciones, a la vez que con esplendores divinos se realza... Nuestro único progreso está en participar cada vez más de la plenitud de Aquel en quien estaba desde un principio la vida que es la luz de los hombres; de Aquel que vino a este mundo para ser el único camino que lleva a la perfección del progreso, la única verdad que desengaña y hace libres, y la única vidacon que verdaderamente se vive sin andar en tinieblas, sino procediendo como hijos de la luz, que huyen de las sombras de muerte (Rm 13, 12; Ef 5, 8-11). Creciendo en vida divina, en todo se crece, y sin ese crecimiento, como no cabe aquí el estacionarse, todo es retroceso y degeneración.

            b) Un sentido profundo e interiorizado de la vida

Este Espíritu de Dios, que anima y se percibe desde sus comienzos en todo lo creado, se manifiesta especialmente en el espíritu del ser humano, en su más profunda intimidad. Encontrarnos con nosotros mismos, es lo que acabamos de señalar, según las palabras del mismo Jesús, como nacer de nuevo. Es el camino más directo para encontrarnos con Dios.

            Este nacimiento a la vida del espíritu no se hace sin nuestra colaboración. Digamos que entra en juego la aventura hermosa y responsable de nuestra libertad. El P. Arintero nos ofrece el testimonio del gran místico Taulero: Más para sentir este nacimiento y presencia de Dios, de modo que produzcan abundantes frutos, es menester recoger las potencias (en sentido amplio podríamos decir los sentidos) a su origen y fondo, donde tocan la misma desnuda esencia del alma; pues allí conocen y hallan presente a Dios, y con este conocimiento desfallecen y en cierto modo se divinizan; por lo cual todas las obras que de ahí manan se hacen también divinas[1].

            Y más adelante en uno de sus más famosos sermones, insiste en la misma idea: Si alguien preguntare –dice Taulero–cómo podrá más fácil y compendiosamente conseguir esa vida deiforme, y llegar a ser hecho un espíritu con Dios, le diré que aprendiendo a ser diligente morador de sí mismo, recogiéndose dentro de sí con una perpetua introversión. Porque allí se siente resplandecer la luz… Quien desea hallar toda la verdad, conviene que dentro de sí la busque, abriendo a Dios el fondo interior de su alma”.

            Recogiendo el pensamiento de los grandes místicos el P. Arintero apuesta de una manera radical por esa vida interior del espíritu: Lo interior vale por sí solo, mientras lo exterior es cosa estéril y muerta. Así, las muchas obras exteriores, sin la rectitud de intención y pureza de corazón…, son de muy escaso valor ante Dios, por más que sean muy apreciadas del mundo.

            Este conocimiento de Dios, raíz de nuestra felicidad, no es meramente especulativo, sino tambiénvital y como experimental. No basta un simple conocimiento especulativo, frío y abstracto, que se pare en una idea estéril; se requiere uno tan vivo y palpitante, que toque en la misma realidad”. Por decirlo de una manera directa, este conocimiento entra de lleno en todo el quehacer del ser humano.

            c) Un amor generoso y solidario

Esa mirada y experiencia de nuestra intimidad más profunda nos lleva de la mano a un conocimiento más auténtico del ser humano y, a la vez, a un conocimiento más real y cercano de Dios. San Buenaventura formuló en una acertada síntesis los objetivos del camino del espíritu: Quién es Dios, y quién soy yo, y cómo seremos una misma cosa por el amor.

            El Amor creemos que es la Esencia, la Vida de Dios. El amor incuestionablemente es el fundamento de la existencia humana. Pero para que este amor ande por camino cierto y seguro,es necesario el conocimiento previo de los que se aman. En el caso del hombre para con Dios, especialmente podríamos decir, que es la tarea más apasionante que le da el verdadero sentido de su existencia.

            En realidad este conocimiento, nos librará de lo que pueden ser los engaños que nos vienen del mundo exterior y también de los autoengaños acerca de nosotros mismos. Santa Catalina de Siena lo expresó con una claridad insuperable en una de sus meditaciones: ¿Sabes, hija mía, quién eres tú y quién soy yo? Si sabes estas dos cosas, serás feliz. Tú eres la que no es; yo, por el contrario, el que soy. Si hay en tu alma este conocimiento, el enemigo no te podrá engañar, te librarás de todas sus insidias, jamás consentirás en cosa contraria a mis mandamientos, y sin dificultad conseguirás toda gracia, toda verdad y toda luz.

La expresión más fidedigna del amor de Dios ha sido su Hijo Jesucristo. El apóstol Pablo nos ha dejado uno de los cantos más profundos y conmovedores del amor de Dios manifestado en Jesús:Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús quien a pesar de tener la forma de Dios…, se anonadó, tomando la forma de siervo…, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, muerte de cruz, por lo cual Dios lo exaltó un nombre todo nombre (Flp 2, 5-11).

            El amor verdadero, es la expresión de la más bella de las paradojas cristianas: Cuando se renuncia a todo sin esperar nada, es cuando alcanza la persona su plenitud. No buscándose a sí mismo, lo encuentra todo. Así ama Dios, y así hemos de amarle a Él y a nuestros prójimos.

Una vez más acude el P. Arintero al gran maestro del espíritu, Tablero, para expresar el proceso de este amor místico, en contraposición de lo que podríamos llamar amor terreno: La naturaleza se deleita en sí misma, en las novedades del mundo, en pasatiempos y en criaturas perecederas; la gracia no se complace ni en uno mismo ni en las criaturas, sino sólo en Dios y en la santidad de la vida. La gracia hace al ser humano humilde, sufrido y justo, sin que él lo sepa y entienda… La naturaleza en todas las cosas dice: Yo, a mí, para mí, mío; voluntaria o forzosamente se busca a sí misma…; pero Dios y su gracia siempre excluye este yo, a mí, para mí y mío.... Así, toda la vida espiritual consiste en saber distinguir las obras de la naturaleza de las de la gracia.

El encuentro del ser humano con Dios amándole con todas sus fuerzas, y a través de Él a todas la criaturas, genera un grupo de mujeres y hombres excepcionales, llenos de paz y con un corazón abierto a todos los seres humanos, es decir, aman con el espíritu de Dios que les vivífica: El hombre fervoroso..., nada quiere, nada conoce y nada desea; pero no queriendo nada, lo quiere todo, y no conociendo nada, todo lo conoce. Todo es para él la tierra, y todo el cielo; encuentra a Dios en todo, y en todo halla un medio de unirse con Él. Todos los hombres le parecen buenos y santos, y los tiene a todos por más justos y más perfectos que él; compadece sus errores; evita cuerdamente sus defectos; ama la soledad, se complace en la muchedumbre cuando está reunida para los santos ejercicios; sufre con paciencia las injurias y suaviza la amargura de ellas con su mansedumbre y bondad (Santa Magdalena de Pazzis).

            Salta a la vista que la oferta de este amor generoso y transparente de las personas que viven en comunión con Dios ayuda a nuestra sociedad para no perder la esperanza. En una sociedad donde impera por cima de todo el interés personal, que en ocasiones se transforma en un cruel y descarado egoísmo, esta clase de mujeres y hombres son como una brisa y bálsamo suave que ayudan a dar una visión más esperanzadora del mundo.

3.- Medios para desarrollar y fomentar una mística verdadera


Ya hemos visto, que a estos problemas, que no sólo afectan a nuestra sociedad secular, sino que también se han introducido incluso en los recintos más recónditos de la vida religiosa, la vida mística puede y debe ofrecer unas realidades que aportarían un suplemento de alma que ayudarían a mejorar la vida humana con una mayor paz y una mirada más profunda y auténtica del ser humano. Ahora queremos hablar de los medios más fundamentales para desarrollar y proteger esa vida mística en nosotros.

a) Austeridad, ascética de la vida…

Nada más adecuado para proponer estos medios que vigoricen y hagan crecer nuestra vida sobrenatural, eterna, nuestra mística cristiana, que las palabras del apóstol Pablo: ¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos corren, pero sólo uno alcanza el premio? Corred, pues, de modo que lo alcancéis. Y quien se prepara para la lucha, de todo se abstiene, y eso para alcanzar una corona corruptible; más nosotros para alcanzar una incorruptible. Y yo corro no como a la ventura; así lucho no como quien azota al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo sido heraldo para otros, resulte yo descalificado (1Co 9, 24-27).

            La ascética, que nos propone una serie de ejercicios para el dominio de uno mismo y desprendimiento de cualquier atadura que encadene nuestro espíritu, tiene en la pobreza de espíritu uno de sus medios más eficaces. La mística anglosajona Evelyn Underhill nos propone unas reflexiones que nos pueden ayudar a asumir y dar sentido a esta faceta de la vida espiritual, que tan difícil se nos presenta en esta sociedad materialista: La verdadera ley de la pobreza consiste en desprenderse de las cosas, que encadenan el espíritu, dividen sus intereses y lo desvían de su camino hacia Dios –con independencia de que estas cosas sean riquezas, hábitos, observancias religiosas, amigos, intereses, aversiones o deseos–, y no en la mera indigencia per se. Es la actitud, no el acto, lo que importa. Desnudarse sería innecesario si no fuese por nuestra inveterada tendencia a atribuir un falso valor a las cosas desde el momento en que son nuestras[2].

            Terminamos esta pequeña reflexión con las intuitivas y profundas palabras de Juan de la Cruz: Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada… Porque, cuando algo codicia (el alma), en eso mismo se fatiga[3].

            Ni que decir tiene que los ejercicios ascéticos y de pobreza voluntaria, que tan extraños suelen resultarnos hoy día, facilitaron el camino de la santidad a muchas mujeres y hombres. A esta motivación habría que añadir también la necesaria y urgente solidaridad con el gran número de pobres forzosos que no tienen lo imprescindible para vivir.

            b) Espacios de soledad y silencio

No es nada fácil, en una sociedad como la nuestra donde han proliferado y siguen aumentado cada día los medios tecnológicos de comunicación, encontrar espacios para el silencio y para la soledad. Digamos que esta sana ecología del espíritu es imprescindible para cualquier ser humano, y de una manera especial para el religioso. Hay que encontrar espacios de silencio y soledad para encontrarnos con nosotros mismos, espacios que nos conduzcan directamente al encuentro con Dios y, a través de su Espíritu, con nuestros prójimos.

Leemos los consejos que a este respecto nos ofrece el P. Arintero:Mas para oír bien la voz divina –y sobre todo para gozar de la vista y conversación amorosa del Dios de todo consuelo (Io 14, 17-21)– es menester mucho recogimiento y muchísima pureza de corazón (Mt 5, 8). Por eso los disipados, los enemigos de la soledad, los que se derraman excesivamente en obras exteriores, por santas que sean, no cuidándose lo bastante de andar en la presencia divina y purificar sus almas; y, en fin, todos lo que son más amigos de especular y hablar con gran aparato, o de trabajar entre el bullicio del mundo, que de sentir y experimentar en silencio las cosas de Dios, suelen ser refractarios a la vida mística.

Digamos que esta oración personal y recogida con la que nos encontramos con Dios, debe salir de lo íntimo del corazón y hacerse con toda el alma y «con todas las entrañas», como decía Santa Angela de Foligno. Si oramos con vacilación, nada debemos esperar (Santiago1, 6-7), y si voluntariamente nos ponemos a orar sólo con los labios, eso no es orar, sino provocar a Dios con nuestra irreverencia.

            Lamentablemente esta gozosa experiencia de una oración profunda que tanta serenidad y luces nos aportaría en nuestra existencia se ha perdido por completo en muchos de nuestros creyentes cristianos, y en algunos ambientes religiosos languidece, rutinaria y mortecinamente. Y sin oración, dicen los santos, el cristiano es como “un soldado sin armas que nunca podrá resistir al enemigo.

            c) Compartir la vida fraternalmente

            En una sociedad donde tantos problemas existen en las relaciones humanas, tanto a nivel social como familiar, las mujeres y hombres que poseen un auténtico espíritu cristiano deberían manifestar su fe en Dios, Padre de todos los seres humanos, en una fraternidad comunitaria seria, cercana y abierta a los que acudan a ellos.

            La buena salud espiritual de cada uno de los componentes ha sido recogida de la experiencia de las personas más espirituales: [El justo] Vive familiarmente con todos, sin conservar la imagen ni el recuerdo de nadie: sin apego, los ama: y sin ansiedad ni quietud los compadece en sus penas... Su oración es eficacísima, porque está en espíritu... Dios es su vida, su ser y todo su bien... Habla poco y con sencillez: su conversación siempre es benévola, todo cuanto dice le sale sin esfuerzos, y sus sentidos permanecen en calma y en paz... Cuando aflojan, un poco estos justos tienen opiniones como los otros; mas cuando se elevan sobre sí mismos a Dios, que es la suma Verdad, viven en plenitud de la ciencia, sin engañarse nunca; pues nada se apropian ni se atribuyen lo que viene de Dios... Mientras no se despojan de sí mismos, experimentan el tormento de su posesión...; mas quien no se vuelve sobre sí, y permanece enteramente abandonado a Dios, goza de una vida tranquila e inalterable (ENRIQUE SUSÓN, Eterna Sabiduría).

            En la Comunidad Cristiana, debieran encontrar sus miembros la fuerza, el estímulo y aliento, para manifestar la generosidad y alegría de su amor a Dios y al prójimo. El testimonio comunitario no sólo ayudaría a sus componentes, sino que trascendería a los que a ellos acuden: No hay ni una de estas almas grandes, por encerrada que esté que no deje trascender muy lejos el fruto de su actividad y, hasta muy a pesar suyo, el buen olor de sus virtudes.

Conclusión


Todo este cultivo interior de nuestro espíritu interior es una fuerza que dinamiza de una manera especial la vida de estas mujeres y hombres místicos. Por eso quisiéramos finalizar nuestra reflexión con una serie de proposiciones o aclaraciones que desmientan la falsa imagen que con frecuencia se tiene de la espiritualidad de estas personas, y sobre la importancia y necesidad de su presencia en nuestra sociedad.

– El proceso ascético-místico, con sus austeridades, soledades, silencios…, no deshumaniza al ser humano; todo lo contrario, no hay hombre tan hombre como aquel que ha llegado a esta unión con Dios.

– Nada más lejos de una auténtica vida contemplativa que cualquier atisbo de dejación de responsabilidades o cómoda pasividad: La actividad que despliegan (los contemplativos) es infinita, como verdaderamente divina (S. Bernardo, Sto Domingo, S. Francisco, Sta. Teresa, Sta. Catalina…). Los que creen que la vida contemplativa fomenta la ociosidad, podían fijarse en estos ejemplos…Un solo santo basta a veces para reformar una religión y aun toda una gran nación.

– La vida mística verdadera no tiene nada de frustrante. Digamos que responde a los deseos más profundos de búsqueda de felicidad del ser humano: Los que piensan que la vida de los místicos es sombría y triste, como llena de oscuridades sensibles y sembrada de cruces, esos no saben lo que es la felicidad. Las mismas cruces, llevadas por amor de Aquel que las ennobleció con su sangre, son más dulces que todas las dulzuras terrenas, y esas aparentes oscuridades que se encuentran como en el vestíbulo de la luz divina, resultan más claras y alegres que todas las luces humanas.





[1] Instituciones, c. 34.

[2] La Mística, Trotta, Madrid 2006,p. 243.

[3] Obras Completas, Editorial de Espiritualidad, Madrid 19935, p. 212.

6. "¿QUÉ ES UN MÍSTICO HOY?  

(Xavier Melloni)

Qué es ser un místico hoy, por Xavier Melloni
Publicado en http://espiritualidadypolitica.blogspot.com/2007/11/qu-es-un-mstico-hoy-por-javier-melloni.html

Hoy, como en todos los tiempos, un místico es alguien tan necesario como inútil para su generación. Es inútil porque no produce nada y lo que ofrece no se puede comprar ni vender. No tiene precio en el mercado. Se escapa a quien lo quiere prender y confunde a quien lo quiere comprender. Por ello hay que apartarlo, porque se interpone entre la inmediatez de lo que hay que lograr y producir.

El místico dice: lo que verdaderamente es, ya existe. Sólo hay que aprender a percibirlo. Molesta también a la institución, porque la relativiza y le recuerda que el cielo que ha pintado en el interior de sus bóvedas no es el cielo abierto auténtico.Pero, a la vez, su presencia es indispensable porque señala un modo de existencia que anhelan todos los seres y las mismas instituciones.

Ha nacido para alentar la llama sagrada que arde en todos y en todo. El fuego del místico es diferente al del profeta. Éste señala y grita lo que falta, mientras que el místico indica lo que ya es. El profeta habla del todavía no, mientras que el místico habla del ya sí. Ambas cosas son necesarias.Parafraseando a Raimon Panikkar, “el místico no es el que tiene esperanza del futuro sino de lo Invisible”.

El místico no es ingenuo, sino inocente. La ingenuidad es una inmadurez que hace ciegas y torpes a las personas, porque les impide confrontarse con los elementos oscuros de la realidad y de sí mismos, mientras que el inocente lo ve todo, lo percibe todo y, sin echarse atrás, se entrega.

Otra de las cosas propias del místico es su capacidad de conjugar paradojas. Por un lado, es alguien exquisitamente cercano a las personas y a sus situaciones, pero también resulta inalcanzable, retirado en una extraña lejanía. Estando plenamente presente, está también ausente. Se halla en otro Lugar, y cuando está en otro lugar, se percibe su presencia. Su hablar es silente y con su callar, habla. Las palabras son sagradas para él -o ella-; por eso no las malgasta. 

Y por ello también sabe escuchar, y entiende lo que los demás no entendemos. Habla, mira, comprende desde un lugar diferente; a veces, tan diferente, que parece locura. Pero su locura no es más que el choque que produce en nosotros su anticipación de Realidad.
Ama cada objeto, cada planta, cada pétalo, y queda fascinado por ellos, pero, a la vez, puede prescindir de ello. Todo él es ternura, pero también vigor, como dice Leonardo Boff sobre Francisco de Asís. Es frágil y fuerte a la vez. No puede soportar el dolor de los pequeños. Ve desde ellos y para ellos, y su oración es siempre por ellos.

Es concreto, arraigado en su tiempo y en su lugar, capaz de un hablar sencillo y de poner ejemplos que los más pequeños comprenden, y a la vez, es universal, porque percibe lo que atañe a la condición común de los humanos. Ve la parte en el todo y el todo en la parte. Podríamos decir que tiene un instinto fractal, que es tal como hoy los científicos comprenden que está constituido el entramado de la realidad.

Es de una libertad soberana pero, a la vez, está al servicio de todos, porque percibe la irrepetibilidad de cada persona y de cada cosa, y ello le hace caminar por tierra sagrada. Acoge a cada ser como una epifanía y, estremecido, se somete libremente porque sabe que su yo no le pertenece, sino que es sólo receptáculo y testigo de las existencias ajenas.Ama su tradición, aquella que le ha nutrido y le ha guiado, pero no hace un absoluto de ella. Sabe que “ser original es retornar a los orígenes” (Gaudí), no para repetirlos sino para recrearlos. Y el origen de cada tradición está más allá de ella misma, antes de que surgiera.


Conoce el camino de la Fuente, “aunque es de noche”. Su fe es transconfesional, porque sabe que la existencia está atravesada de Presencia y ello es lo que celebran todas las tradiciones. Se alegra con ellas, por su diversidad y su riqueza.Como un compás, con un pie está arraigado en su propio centro, y con el otro recorre los círculos de la alteridad. Este centro no es sólo el de la tradición a la que pertenece, sino que es un Centro más hondo que, descentrándole, le recentra.Todo él está vacío. Su existencia es un pasaje por el que otros transitan para descubrirse a sí mismos. Como un icono, su sola presencia ayuda a los que le rodean a descubrir la hondura que les habita. Él sólo calla y ve. Y su alegría, tanto como su nostalgia, son inmensas.


7. "La mística del siglo XXI impulsará la solidaridad"


Ha de tener un reflejo en la praxis política: fomentar el compromiso con los más débiles y reconocer como inalienable la dignidad individual


El teólogo Karl Rahner escribió: “en el siglo XXI los cristianos serán místicos o no serán”. Por otra parte, aunque para mucha gente los místicos sean gente excepcional, un poco rara y muy escasa, la teóloga Saskia Wendel ha defendido en un artículo muy difundido y traducido a muchas lenguas, que habrá una “democratización de la mística” en nuestro siglo. Estas afirmaciones nos llevan a preguntarnos por el papel actual de la mística. ¿Es algo pasado, propio de épocas muy confesionales? ¿Puede tener la mística futuro en el siglo XXI? Por María Dolores Prieto Santana.

¿Sirve para algo la mística? ¿Es algo pasado, propio de épocas muy confesionales? ¿Puede tener la mística futuro en el siglo XXI? La frase de Karl Rahner, ¿es simplemente retórica? 

El número 202 (volumen 51) de 2012 de la revista Selecciones de Teología (Instituto de Teología Fundamental, Facultad de Teología de Cataluña) incluye un interesante artículo de la profesora de Teología sistemática Saskia Wendel: “Dios en mí, fuera de mí, por encima de mí. Una nueva comprensión de la mística cristiana”. 

Este artículo es la traducción y condensación del profesor Oriol Tuñí de “Gott in mir, ausser mir, über mir. Zum Verständnis christlicher Mystik“, e publicado en la revista Geist und Leben, revista bimensual de espiritualidad, editada por los jesuitas alemanes en su número 84 (2011), páginas 15-27. 

La doctora en filosofía Saskia Wendel es, desde 2008, profesora de Teología sistemática en el Instituto de Teología Católica de la Universidad de Colonia. Es presidenta de AGENDA, fórum de teólogas católicas. Y en 2004 publicó Christliche Mystik. Eine Einfürung, (Mística Cristiana. Una introducción, del que no conocemos edición castellana). 

En el artículo que comentamos, la autora centra su aportación en la definición de mística como experiencia directa del absoluto. Esta experiencia está indisolublemente unida a la autocerteza y a la autoconciencia, la experiencia que describe el yoga y que en el budismo se define como iluminación. 

Wendel subraya que esta experiencia es “trascendental” (en el sentido de Raher, para quien el ser humano supera subjetivamente a la propia conciencia) y no conlleva imágenes o categorías determinadas. Esta tensión hacia el horizonte transcendental de la experiencia del absoluto es el lugar de la experiencia mística. 

La concreción de esta experiencia en categorías culturales de las religiones es lo que la traduce y la diversifica, según tradiciones y culturas. Aunque el análisis en algunos momentos resulta difícil e incluso complejo, el artículo consigue mostrar que la experiencia mística no es patrimonio de un grupo de élite, sino que está al alcance de todo ser consciente. 

Aquí está una de las hipótesis aparentemente más sorprendentes de este estudio: se postula que la mística no es una forma extraordinaria y singular de espiritualidad. Es más: la mística no alude al poder de algunas personas especiales dotadas de un conocimiento inmediato de Dios mediante experiencias religiosas extraordinarias, como visiones o audiciones. Se halla inscrita en el día a día de todos los hombres y mujeres de este mundo. 

Mística para gente corriente 

En el prólogo a su libro “Mística y Resistencia”, Dorothee Sölle cita las siguientes palabras de su marido Fulbert Steffensky: “Lo que me molesta de la mística es que propiamente no es para gente corriente (…). El Evangelio se ocupa más bien de las aspiraciones sencillas y razonables de la humanidad: que uno esté sano y no haya de desesperar de la vida, que pueda ver y oír, que pueda sorprendentemente vivir sin lágrimas y que tenga un nombre. El Evangelio no trata de algo artístico espiritual, sino de la sencilla posibilidad de vivir”. 

Este escepticismo sobre la posibilidad real de experiencias relacionadas con la mística no es poco frecuente: la mística, en este caso, se identifica con la singularidad y con la experiencia religiosa extraordinaria de unos pocos. Es decir, se circunscribe a una actuación elitista, sobresaliente, casi excluida para la mayoría de los creyentes, y que no tiene nada que ver con la vida de cada día. 

Frente a la dificultad de Steffensky, Dorothee Sölle se define claramente y sin ambages: “mi interés primordial es precisamente democratizar la mística. Con ello quiero decir: abrir un espacio nuevo a la sensibilidad mística, que todos llevamos con nosotros, desenterrarla de los escombros de la trivialidad”. ¿No será una expresión un tanto osada la pretensión de democratizar la mística, como si fuera café para todos? 

1. ¿Qué es la mística? Una aproximación a un concepto poco claro 

Si se desea tener respuestas a estas preguntas, conviene primero llegar a acuerdos sobre los significados de las palabras. Hay que mostrar una conformidad sin reservas con el deseo de la teóloga Dorothee Sölle de democratizar la mística. Sin embargo, es necesario clarificar qué entendemos por mística –sobre todo si nos acercamos al fenómeno de la mística desde una perspectiva cristiana. Porque mística es un concepto ambiguo, a menudo introducido de forma arbitraria, sobre todo en nuestros días, en que asistimos a un auge del interés por la mística. Esta confusión acrítica actual hace que debamos clarificar lo que entendemos por ‘mística’. 

Comencemos ofreciendo una definición de mística que iremos aclarando poco a poco. Según el parecer de la teóloga Saskia Wendel, la ‘mística’ se puede definir de la forma siguiente: mística es una forma particular de conocimiento de uno mismo y al mismo tiempo el conocimiento de Otro Absoluto, que es el fundamento de uno mismo. 

Sin embargo, este Otro Absoluto es experimentado como lo más íntimo de uno mismo y, de esta forma, como “El que no es Otro”. Este “no otro–Otro”, o también, este “otro–no Otro”, en contextos monoteístas, se denomina Dios. Por consiguiente, las místicas teístas -y, por tanto la mística cristiana- reivindican la unidad intuitiva que se da entre autocerteza y conocimiento de Dios. 

La mística como forma de conocimiento inmediato 

Esta conceptualización va de la mano de una comprensión de la mística que no la entiende primariamente como un fenómeno espiritual, ni tampoco como un conjunto de técnicas o ejercicios espirituales, sino más bien como forma de conocimiento, de la que surgen prácticas determinadas, también espirituales. Esta forma de conocimiento es designada en la tradición de la teología mística como cognitio Dei experimentalis (san Buenaventura) es decir, como “conocimiento experimental de Dios”. 

Esta orientación en la línea de un concepto de talante experimental conduce a un malentendido de la forma de conocimiento que tiene lugar en la mística. Pues el conocimiento experimental, como el filósofo Inmanuel Kant ya había señalado, está siempre constituido por la interacción entre pensamiento y percepción, espontaneidad del entendimiento y receptividad de la intuición. 

Por esto el conocimiento experimental es siempre mediatizado a través de conceptos, formas de lenguaje, o sea, a través del uso de signos. La razón es que la actividad reflexiva del entendimiento depende siempre de conceptos y signos. Por tanto, el conocimiento experimental no se da nunca sin mediaciones, y no es tampoco un conocimiento puramente formal, sino que está siempre determinado por contenidos materiales. 

En cambio, la forma mística de conocimiento, a diferencia del conocimiento experimental, está caracterizada por el hecho de que se realiza de forma inmediata (Al hablar de in-mediatez, se entiende: sin mediaciones), y precede a cualquier mediación de imágenes, signos y conceptos. Con lo cual también precede al conocimiento experimental, ya que éste se encuentra mediatizado por la unidad entre pensamiento y percepción, es decir, tiene un contenido discursivo. 

Por el contrario, el conocimiento místico se realiza de forma intuitiva, no discursiva. Se podría caracterizar esta forma de conocimiento como un percibir y un comprender inmediatos, en la medida que, desde un punto de vista epistemológico, está determinada no como un “tener conocimiento experimental de” (utilizando la palabra alemana Erfahren) sino como un “experienciar” (Erleben). 

Pero entonces hemos de ir más allá- continúa Saskia Wendel - y decir que el hecho de “experienciar” precede al “tener conocimiento experimental de” y es la condición de posibilidad de cualquier acto de conocimiento experimental. Conviene tener presente, además, que el hecho de “experienciar”, como contradistinto del “tener conocimiento experimental de” no está determinado por el contenido. Si lo referimos a la mística, hemos de decir: experiencias místicas concretas, como visiones o audiciones, no son formas de experiencia inmediata, sino que están mediatizadas de forma discursiva (por ejemplo, por convicciones o tradiciones religiosas determinadas). 

La cognitio Dei experimentalis, por tanto, no es en manera alguna un conocimiento inmediato ni tampoco la causa del conocimiento místico; es, más bien, parte y realización de una praxis religiosa concreta. Por esto, la identificación de la mística con experiencias religiosas concretas (Erfahrungen), como visiones o audiciones, se queda corta. Estas visiones y audiciones son precedidas por una experiencia inmediata (Erleben) que puede ser considerada como una forma de conocimiento místico, desprovista en cualquier caso de determinaciones materiales, en la medida que está siempre abierta a interpretaciones discursivas y a prácticas en el marco de tradiciones y sistematizaciones religiosas determinadas. 

En consecuencia, el conocimiento místico, caracterizado como experiencia (Erleben), se realiza en primer lugar sin imágenes, de forma no conceptual y, en este sentido, sin referencia a formas de conocer concretas (Erfahrungen). 

La mística como autoconocimiento 

Si se define la mística como una forma de una experiencia inmediata (Erleben), entonces debemos preguntarnos qué o quién se experimenta en el conocimiento místico. 

Quien responda excesivamente apresurado que esa experiencia se refiere a un fundamento absoluto del mundo, a Dios, a Cristo, etc., se queda corto en su respuesta. Desde el punto de vista metódico o genético, el conocimiento místico no comienza con Dios, sino con la propia realidad; y sólo desde el autoconocimiento se abre la posibilidad de encuentro con el absoluto, es decir, con Dios. 

Ahora bien, ¿qué entendemos aquí por autoconocimiento? 

La expresión “autoconocimiento” designa aquí una experiencia muy compleja. No se trata primariamente del aspecto cualitativo de la propia existencia, y tampoco se refiere al conocimiento de determinadas cualidades propias. Tampoco es la reflexión de la propia biografía, sino que se refiere al conocimiento de la facticidad del propio ser. Es decir, que el autoconocimiento significa aquí lo mismo que la autocerteza, el saber sobre uno mismo, y el saber sobre uno mismo se denomina autoconciencia. La autoconciencia precede al pensamiento y no se puede alcanzar a través del pensamiento –un aspecto que las teorías clásicas de la autoconciencia (que describen la aparición de la autoconciencia de forma reflexiva [me pienso a mí]) no han tenido en cuenta. 

Por tanto, se puede describir la autoconciencia, con teorías modernas, como un estar familiarizado con uno mismo de forma pre-refleja. Por tanto, la autoconciencia no es el resultado de un proceso reflexivo. Está abierta a ulteriores determinaciones a través de experiencias cognitivas, de imágenes, de signos. Sin embargo, no se constituye a través de la utilización de signos sino que es condición de posibilidad de que, a través del uso de signos y de imágenes, se pueda llegar a dar finalmente un cierto conocimiento experimental. 

Por consiguiente, si: a) hay que entender el autoconocimiento, en el sentido de una autoconciencia, como un ser-percibido pre-reflexivo de uno mismo; si b) en la mística tiene lugar una tal forma intuitiva de conocimiento; y si c) el camino místico comienza con el autoconocimiento, entonces de aquí se sigue que en la mística se realiza una forma singular de conocimiento (como intuición), y precisamente una forma singular de autoconocimiento en el sentido de una autoconciencia caracterizada como un estar familiarizado con uno mismo de forma pre-refleja. Sin autoconciencia, el camino místico no podría ponerse en marcha de ninguna manera. 

En cualquier caso, no sólo el místico o la mística tienen a su disposición esta forma de autoconocimiento: no sólo unos cuantos elegidos, sino cualquier persona, dotada de conciencia, tiene a su alcance la autocerteza en forma de familiaridad con uno mismo. Con todo, si la mística comienza con el autoconocimiento, es decir, si el autoconocimiento como autocerteza es un momento central del conocimiento místico, esto significa que, en principio, el camino místico está abierto a toda vida consciente, porque toda vida consciente tiene a su alcance la autoconciencia. He aquí un primer indicio de la “democratización” de la mística a la que nos hemos referido al comienzo.

La mística como conocimiento del Absoluto 

Un punto decisivo del conocer místico es que no remite sólo a la autocerteza y se agota en ella, sino que, en el nivel de la autoconciencia, es decir, en el nivel de la familiaridad con uno mismo (en el que el ser consciente está cabe sí), tiene lugar el conocimiento de un absolutamente Otro, del que el ser consciente, en su autoconciencia, se siente deudor. 

Para decirlo de otra forma: al entrar en y salir de sí mismo, el yo hace la experiencia (erlebt) y el descubrimiento de un Otro, distinto de su mismo yo, como fundamento de uno mismo, y especialmente como fundamento de la autoconciencia. Este Otro se hace patente al mismo tiempo como un no-Otro de uno mismo, precisamente en la medida en que, en la realización de la autoconciencia, aparece como su fundamento. 

El absolutamente Otro es No-otro, plenamente integrado en el “yo mismo” y en la realización del autoconocimiento; y también, al revés, el no-Otro es absolutamente Otro, en la medida que es el fundamento del “yo” y de su autoconciencia. (Los ecos de estas formulaciones nos hacen recordar la filosofía de Emmanuel Lévinas). 

Por tanto, en el momento en que el “yo” se capta como tal y está cabe sí -lo que hemos llamado la familiaridad con uno mismo-, en este momento se abre y se relaciona con Otro que está en uno mismo y, al mismo tiempo, está fuera de uno mismo y por encima de uno mismo –interior intimo meo, superior summo meo (Agustín). 

El místico moderno Dag Hammarskjöld (1905-1961) describe así el camino místico: “… en mi esencia, los límites entre objeto y sujeto se desplazan hasta el punto en el que, el sujeto, aunque está en mí, está también fuera de mí y sobre mí –y de esta forma todo mi ser se convierte en instrumento para aquello que, en mí, es más que yo”. 

El fundamento divino, por tanto, no es comprendido como un objeto externo y escapa a cualquier cosificación: “lo que yo anhelaba era (existía), no debía experimentar (erlebt) su realidad como si se tratara de la realidad del objeto, sino de la realidad del sujeto, y más profunda que mi propia realidad”. 

Esta es la razón por la que Hammarskjöld puede formular, por una parte: “humilde y orgulloso en la fe: esto quiere decir, no que yo estoy en Dios, sino que Dios está en mí”. En cambio, puede constatar, por otra parte: “creer en Dios quiere decir… creer en uno mismo. Tan evidente como ilógico e imposible de explicar: el que yo pueda ser es Dios”. 

A la luz de este íntimo enlace entre el conocimiento propio y el conocimiento de Dios, - continúa Saskia Wendel -se queda muy corta la comprensión de la mística sencillamente como la negación de uno mismo. El “yo” no debe ser aniquilado, porque es precisamente en el “yo” y en el reconocimiento de la realización del propio yo (en su autocerteza) donde acontece el conocimiento del Absoluto. 

Si se aniquila este “yo”, no se dará la unidad entre conocimiento de uno mismo y conocimiento de Dios y, en último término, no se dará ningún conocimiento místico. En la medida que el “yo” y el conocimiento del “yo” son condición de posibilidad de cualquier conocimiento, también lo son de la mística. 

Con la expresión unio mystica, la mística intenta describir la relación del “yo” con el absolutamente Otro, la relación entre el ser consciente y su fundamento (divino): una unidad diferenciada, una unidad en la diferencia entre el fundamento del ser consciente (que la mística cristiana identifica con Dios), y el ser fundado de esta forma. 

Esta unidad, sin embargo, no se establece mediante técnicas y ejercicios, ni tampoco se realiza necesariamente en experiencias religiosas de gran calibre. Si la analizamos con una cierta exactitud, esta unidad está siempre dada con el ser consciente, porque el fundamento divino inhabita desde el comienzo en todo ser consciente, se muestra desde el comienzo en la autoconciencia y en ella se expresa. 

La unión mística, como tampoco la autoconciencia, no es el resultado de una actuación determinada. Ni se puede decir que se dé en el camino místico del conocimiento: en él, en cierto modo, se ratifica. Lo que desde siempre está ahí, se realiza y es descrito de forma reflexiva: la unidad con el Absoluto en la conciencia de uno mismo. 

Este aspecto alude, una vez más, al hecho de que la mística no es la actividad de una élite espiritual, sino que en principio está abierta a todos(as) y a cada uno(a), sencillamente porque la unión mística siempre se realiza en todo ser consciente, en cada criatura que tiene a su disposición la autoconciencia y en la que habita el fundamento divino. 

2. ¿Hay algo específico en la mística cristiana? 

Pero ¿se puede decir que existe algo específico en la mística cristiana? 

La descripción esbozada de la mística como conocimiento inmediato e intuitivo del Absoluto, que tiene lugar en la autoconciencia, tiene todas las cualidades de la universalidad, es decir, vale para todas las místicas, independientemente de la tradición religiosa en la cual la mística se vive y se realiza. 

Porque el conocimiento místico que tiene lugar en la unión mística precede a todo conocimiento experimental y a toda reflexión (concretada mediante conceptos y signos). Por tanto, no tiene todavía contenidos determinados ni está marcado por elementos característicos de religiones concretas. Las místicas aparecen donde la vida consciente alcanza a realizar de forma reflexiva la unión, que se da siempre en su autoconciencia, y donde es, además, ratificada y determinada en su contenido con el uso de signos (conceptos). 

La mística cristiana, en lo que se refiere a sus contenidos, está determinada por los contenidos del cristianismo. La experiencia del fundamento absoluto que se da en la experiencia originaria de la autoconciencia alcanza, a través de la relación con la tradición cristiana, una determinación de contenido. También la unión mística se ve afectada por esta tradición: místicas y místicos cristianos identifican el “fundamento en la conciencia” con el Dios que se ha revelado en Jesucristo, en quien se ha hecho hombre. 

Para Saskia Wendel, el fundamento es, por tanto, no sólo teísta sino casi “cristiforme”. Este hecho comporta convicciones concretas: el fundamento no es primariamente la divinidad sola, “un fundamento divino”, sino Dios, es decir, un ser personal que se halla ante el ser consciente, y que no es simplemente uno con este ser consciente como fundamento suyo, sino que se halla delante en tanto que es este fundamento, y sigue siendo el Otro de este ser consciente. 

Esto comporta la convicción de una diferencia permanente entre fundamento y fundamentado, entre Dios y la criatura. A esto hay que añadir la confesión cristiana del “una vez por siempre” de la encarnación de la Palabra de Dios en Jesús de Nazaret, sin perjuicio de la convicción mística de la eterna encarnación de esta Palabra en la unión entre fundamento divino y autoconciencia humana. 

De aquí se sigue que hay que contar en el cristianismo con experiencias místicas que son experiencias de Cristo; por tanto, hay que tener en cuenta una especial mística de Cristo en el centro de la mística cristiana. Místicas de orientación especulativa hablan no sólo de la unión y de la inhabitación de Dios, sino también de la inhabitación de Cristo, del “nacimiento de Cristo” en el fundamento del alma, dicho modernamente, en el fundamento de la conciencia de todo ser consciente. 

Lo más importante en este contexto es lo siguiente: la identificación del fundamento con Dios, más aún con el Dios de Jesucristo, no tiene el mismo nivel de originalidad que la experiencia del fundamento en la autoconciencia; más bien, se da sólo como derivada ulteriormente, en el nivel de la reflexión, en relación con tradiciones religiosas concretas. 

No se trata, por tanto, de una certeza pre-reflexiva, comparable a una “conciencia de Dios”. Se trata más bien del significado, de la interpretación. En una palabra, se trata de un fenómeno discursivo. En la unio mystica, también en la perspectiva cristiana, no se tiene ni se da la certeza de que el “fundamento en la conciencia” existe como Dios, que se ha revelado en Jesús de Nazaret, ni tampoco se da la certeza de que Cristo es quien habita en el alma –dicho modernamente: en la conciencia. 

Cómo se puede evitar el panteísmo 

A la autora le faltan palabras para describir estas experiencias místicas. Por ello, no es infrecuente el que se pueda caer en posturas cercanas al panteísmo. La unión entre Dios y la creatura puede plantear al cristianismo el problema del panteísmo. Sin embargo, el concepto de la unión mística no tiene como consecuencia necesaria el panteísmo. 

Esto se puede mostrar fácilmente con la determinación de la relación entre fundamento y fundamentado, apelando a la imagen que usa el Maestro Eckart. Para este autor, el “fundamento en la conciencia”, que él denomina fundamento del alma, es una “imagen de naturaleza divina”, que está impresa en el alma y, por tanto, el fundamento es don, regalo de Dios, que ha sido vertido en el alma. 

Esta imagen se encuentra en una relación de dependencia radical con el fundamento absoluto, divino, por el hecho de que “no ha salido de sí misma… ni existe por sí misma”. El Absoluto es la imagen y en ella hay una diferencia entre origen y originado, entre fundamento y fundamentado, una diferencia respecto al origen del ser consciente. La imagen es un Dios frente a Otro que ha sido puesto por Dios como el Otro de sí mismo. Y al revés: Dios, frente a su imagen, es Otro como fundamento de aquélla. De esta forma el panteísmo queda excluido. 

Gratuidad del conocimiento de Dios 

Para salvaguardar la gratuidad del conocimiento de Dios en el conocimiento místico es decisivo transformar de forma cristológico-teológica la convicción de la conciencia de sí y la conciencia de Dios, tan central para la mística. Para esta transformación hay que liberar el discurso místico sobre el significado del conocimiento de sí mismo, como camino (y también como parte) de la realización del conocimiento de Dios, de una metafísica que se entiende de forma ontológica y hay que integrarlo en un discurso estrictamente trascendental sobre uno mismo y también sobre Dios. 

El “fundamento en la conciencia” se entiende entonces como metáfora del presupuesto de una condición de posibilidad transcendental de todo conocimiento; como metáfora del “saber sobre sí mismo” inmune de error, denominado autoconciencia, y que, desde el punto de vista transcendental de la distinción entre filosofía trascendental y ontología, no significa en modo alguno la aceptación de la existencia de un “fundamento en la conciencia”.

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En la autoconciencia no se da en modo alguno la certeza directa de la existencia de su fundamento, ni tampoco la certeza que este fundamento sea idéntico con Dios. Pues esta identificación se basa, como ya hemos dicho, no sobre una certeza inmediata, sino sobre procesos de elucidación que interpretan el fundamento como Dios y que lo equiparan al Dios de Jesucristo. 

Si, además, se atiende al carácter trascendental de la autocerteza, que excluye cualquier comprensión ontológica del “fundamento en la conciencia”, entonces hay que entender la autoconciencia, con la conciencia de Dios que se da en ella, de forma estrictamente trascendental. Es decir, no se refiere a un fundamento que hay que interpretar ontológicamente, ni a un ser o a una esencia incondicionada, cuya existencia parece inmediatamente evidente en un ser consciente, sino más bien se refiere a una idea transcendental del incondicionado que está inscrita a priori en nuestra razón, mejor dicho, en nuestra conciencia. 

Desde la perspectiva de la fe, y de forma casi retrospectiva (fe que busca comprender), la capacidad de los humanos de poder abrirse, por medio de su autoconciencia, a lo incondicionado, puede ser interpretada como don y como regalo de Dios: Dios se ha situado como su imagen en la autoconciencia del ser consciente. 

Esta forma de “inhabitación de Dios”, en el situarse de sí mismo como imagen, puede ser comprendida como un mostrarse de Dios, como una revelación, más aún, como una autorevelación: en el situarse, se muestra Dios mismo –como autoconciencia. 

Esta revelación de Dios en la autoconciencia es también condición de posibilidad de percibir la autocomunicación de Dios, que no acontece en el interior de la autoconciencia, sino más bien en acontecimientos de la historia o en otras personas (y su autoconciencia). Así, el ser consciente está también abierto a la historia, una historia en la que Dios se comunica. 

Pero también al revés: estos acontecimientos y personas no podrían ser identificados y reconocidos como revelación de Dios, si no hubiera un previo estar abierto a una relación con el incondicionado, que posibilita comprender acontecimientos concretos también como irrupción del incondicionado y como un acontecimiento de la autorevelación divina. 

En este punto, son oportunas las reflexiones de Leonardo Boff sobre el panteísmo y el panenteísmo. 

Panteísmo versus Panenteísmo 

Leonardo Boff semanal. Servicios Koinonía 

20 de abril de 2012 

Una visión cosmológica radical y coherente afirma que el sujeto último de todo lo que ocurre es el universo mismo. Él es quien hace surgir los seres, las complejidades, la biodiversidad, la conciencia y los contenidos de esta conciencia, pues somos parte de él. Así, antes de salir de nuestra cabeza como idea, la realidad de Dios estaba en el propio universo. Porque estaba en él, puede irrumpir en nosotros. A partir de esta concepción, se entiende la inmanencia de Dios en el universo. Dios viene mezclado con todos los procesos, sin diluirse dentro de ellos. Antes bien, orienta la flecha del tiempo hacia la formación de órdenes cada vez más complejos y dinámicos (que, por tanto, se distancian del equilibrio para buscar nuevas adaptaciones) y cargados de propósito. Dios aparece, en el lenguaje de las tradiciones transculturales, como Espíritu creador y ordenador de todo lo que existe. Viene mezclado con todas las cosas. Participa de sus desarrollos, sufre con las extinciones en masa, se siente crucificado con los empobrecidos, se alegra con los avances rumbo a diversidades más convergentes e interrelacionadas, apuntando hacia un punto Omega terminal. 

Dios está presente en el cosmos y el cosmos está presente en Dios. La teología antigua expresaba esta mutua interpenetración por el concepto de «pericóresis» aplicado a las relaciones entre Dios y la creación y después a las divinas Personas de la Trinidad. La teología moderna ha acuñado otra expresión, el «panenteísmo» (en griego: pan=todo; en=en; theos=Dios). Es decir: Dios está en todo y todo está en Dios. Esta palabra fue propuesta por un evangélico, Frederick Krause (l781-1832), fascinado por el fulgor divino del universo. 

El panenteísmo debe ser distinguido claramente del panteísmo. El panteísmo (en griego: pan = todo; theos=Dios) afirma que todo es Dios y Dios es todo. Sostiene que Dios y mundo son idénticos; que el mundo no es una criatura de Dios sino el modo necesario de existir de Dios. El panteísmo no acepta ninguna diferencia: el cielo es Dios, la Tierra es Dios, la piedra es Dios y el ser humano es Dios. Esta falta de diferencia lleva fácilmente a la indiferencia. Todo es Dios y Dios es todo, entonces es indiferente si me ocupo de una niña violada en un autobús de Río o del carnaval, o de los indígenas en extinción o de una ley contra la homofobia. Lo cual es manifiestamente un error, pues las diferencias existen y persisten. 

Todo no es Dios. Las cosas son lo que son: cosas. Sin embargo, Dios está en las cosas y las cosas están de Dios, por causa de su acto creador. La criatura siempre depende de Dios y sin él volvería a la nada de dónde fue sacada. Dios y mundo son diferentes, pero no están separados o cerrados, están abiertos uno al otro. Si son diferentes es para posibilitar el encuentro y la comunión mutua. Mediante ella se superan las categorías de procedencia griega que se contraponían: transcendencia e inmanencia. Inmanencia es este mundo de aquí. Transcendencia es el mundo que está más allá de este. El cristianismo, por la encarnación de Dios creó una categoría nueva: la transparencia, que es la presencia de la trascendencia (Dios) dentro de la inmanencia (mundo). Cuando esto ocurre, Dios y el mundo se hacen mutuamente transparentes. Como decía Jesús: "quien me ve a mí, ve al Padre". Teilhard de Chardin vivió una conmovedora espiritualidad de la transparencia. Decía: «el gran misterio de cristianismo no es la aparición, sino la transparencia de Dios en el universo. No solamente el rayo que aflora, sino el rayo que penetra. No la Epifanía sino la Diafanía» (Le milieu divin, 162). 

El universo en cosmogénesis nos invita a vivenciar la experiencia que subyace tras el panenteísmo: en cada mínima manifestación del ser, en cada movimiento, en cada expresión de vida estamos ante la presencia y la acción de Dios. Abrazando al mundo estamos abrazando a Dios. Las personas sensibles a lo Sagrado y al Misterio sacan a Dios de su anonimato y le dan un nombre. Lo celebran con himnos, cánticos y ritos mediante los cuales expresan su experiencia de Dios. Testimonian lo que Pablo dijo a los griegos de Atenas: “en Dios vivimos, nos movemos y existimos” (17, 28). 

3. Unos apuntes sobre la espiritualidad mística 

Una espiritualidad de este tipo – prosigue el texto de Saskia Wendel -se podría trasladar a la fórmula “trabaja en tu yo como camino hacia Dios y apuesta por los demás como anticipación del Reino de Dios”. 

La comprensión de la mística que hemos esbozado tiene consecuencias para una praxis espiritual cuya fuente es la convicción que todo ser humano, por medio de su autoconciencia, está abierto al fundamento incondicionado de sí mismo, confesado por el cristianismo como Dios de Jesucristo. 

Desde este punto de vista, toda vida consciente se encuentra siempre en la unio mystica y vive de ella. Esto supuesto, la mística no es una forma extraordinaria y singular de espiritualidad, y mucho menos el poder de algunas personas especiales dotadas de un conocimiento inmediato de Dios mediante experiencias religiosas extraordinarias, como visiones o audiciones. Tampoco se trata en modo alguno de revelaciones privadas con el objetivo de, por ejemplo, demostrar la existencia de Dios mediante tales revelaciones o con el propósito de hacer oráculos proféticos. Y, si el conocimiento místico no es el resultado de un proceso espiritual, sino que, visto con una cierta exactitud, se da antes que el proceso espiritual, entonces la unión mística no puede ser practicada a través de delicadas técnicas y ejercicios espirituales; en cualquier caso, estas técnicas sirven para descubrir y aceptar lo que ya está dado: la unión con Dios en la autoconciencia –por supuesto, según el lema: “llega a ser lo que eres (Werde was Du bist!)”. Una frase, por cierto, que repite Nietzsche en “Ecce Homo”. 

En este sentido la mística es una empresa notablemente democrática –la mística está presente desde el principio del don del Espíritu en todos, no sólo en unos pocos, y por tanto desde la confesión de fe hasta el sacerdocio común de los fieles: precisamente porque Dios inhabita en todos, no sólo en unos pocos especialmente espirituales. 

Aquí surgen, por supuesto, reflexiones eclesiológicas y pastorales, como la comprensión de oficios y servicios, los distintos carismas en y para las comunidades de Jesucristo. 

¿Una mística para el siglo XXI? 

En este sentido, la petición de F. Steffensky (esposo de Dorothee Sölle) que hemos citado al comienzo ha sido más que escuchada: la mística es “algo para la gente corriente”, precisamente porque cada una y cada uno de las místicas y los místicos es, o puede llegar a ser, en la medida en la que lleve a cabo lo que ya es: alguien unido con Dios sobre el fundamento de sí mismos, es decir, imagen de Dios en la realización de la propia vida de cada uno. 

Trabajar sobre uno mismo 

Para la praxis espiritual se sigue que en el núcleo central de la misma no hay que poner la ejercitación o la experiencia de determinados ejercicios espirituales sino más bien el “trabajo en uno mismo” como camino hacia Dios: por ejemplo, mediante autoreflexión, meditaciones de inmersión o con la práctica de la “oración del corazón”. Los ejercicios espirituales se sitúan al servicio de este “trabajo sobre uno mismo”. 

Una mística interreligiosa 

La espiritualidad oriental puede ser un óptimo indicador de camino, si no se olvida que, por ejemplo, los contenidos del cristianismo y los del budismo son distintos y, consecuentemente, también lo son los métodos espirituales respectivos. Una forma de espiritualidad de este tipo puede también ser fuente y base del llamado “diálogo interreligioso”: fuente y base para encuentros de gentes de diversas pertenencias religiosas, pero también base de una oración interreligiosa. En cualquier caso, a pesar de las diferencias de las religiones, todas se relacionan con el mismo fundamento, por muy diversas que sean las formas de presentarlo. La espiritualidad mística entendida de este modo posibilita lo que muchos cuestionan: la oración común de las religiones sin deslizarse hacia la indiferencia religiosa.

Niños pobres de Yakarta, Indonesia. Fuente: Wikimedia Commons.
Niños pobres de Yakarta, Indonesia. Fuente: Wikimedia Commons.
Una mística que no se deja manipular 

Al mismo tiempo, una espiritualidad mística de este tipo hace imposible que se pueda manipular la mística y, a través de referencias a experiencias místicas extraordinarias, probar la existencia de Dios o su revelación en Jesucristo, de modo que no deje lugar a dudas; o hacer lo mismo con el cristianismo como la única religión verdadera. La razón es clara: la identificación del fundamento con Dios es el resultado de una praxis discursiva sobre los signos y no algo dado antes de la reflexión. La autocerteza no genera originariamente la certeza de Dios, y menos aún del Dios de Jesucristo. A la mística y al místico no se les ahorra la duda. 

Una mística abierta al compromiso social 

Sin embargo, la espiritualidad mística no se agota en el “trabajo sobre uno mismo” como camino hacia Dios. La mística no significa en modo alguno una vuelta a la torre de marfil de una piedad quietista y interiorista, sin significado práctico alguno. 

Al contrario, desea hacerse realidad en el día a día, para dar testimonio de aquello que se ha conocido: el amor de Dios a la humanidad. Contra lo que pueda parecer, la espiritualidad mística no se extiende sólo al terreno de la espiritualidad y de la piedad, ni menos aún a un amor al prójimo concebido como un acto caritativo y privado. 

Se extiende, más bien, al terreno público, a la praxis política, a una praxis de resistencia frente relaciones sociales establecidas o frente al status quo, como escribe Dorothee Sölle: “La comunidad con Dios… saca a los humanos de la acción ‘puramente religiosa’, vista como una actividad anodina. La comprensión de la dignidad humana, de la libertad y de la capacidad de Dios no se puede ceñir a un espacio religioso especial en el que se permite servir a la divinidad o saborearla pero, en cambio, no compartirla con el ochenta por ciento restante. […] Ninguna experiencia de Dios puede ser privatizada de forma que se convierta en posesión de los propietarios, privilegio de los ociosos, espacio esotérico de los iniciados. Si buscamos conceptos que designen las posibles relaciones mundanas de los místicos, vamos a parar a una serie de posibilidades diversas, que oscilan entre la huída del mundo y el cambio revolucionario del mismo. Pero ya se trate de la huída, del rechazo, de la no sintonía, de la discrepancia, del disenso, de la reforma, de la resistencia, de la rebelión –en todas estas formas de relación hay un claro No al mundo tal como es ahora (…). Pues, quien quiere que el mundo siga siendo lo que es, se ha encaprichado en su autodestrucción y, por tanto, ya ha traicionado el amor de Dios”. 

Mística y solidaridad 

En consecuencia, la mística empuja a la acción de la práctica de la fe cristiana caracterizada esencialmente mediante un testimonio en cuyo centro se alza la diakonia, es decir, la actuación solidaria, al mismo tiempo que el compromiso político del lado de los pobres y los débiles, acompañada de una praxis de reconocimiento que asigna a cada ser humano una dignidad inalienable. 

Esta actuación solidaria nace de la igualdad fundamental de todos los humanos, más allá de las diferencias y de las desigualdades culturales y sociales, y siempre se esfuerza por superar políticamente estas desigualdades y diferencias. Esta praxis de reconocimiento está sostenida por la convicción de que cada ser humano, en virtud de su conciencia (no sólo en virtud de su intelecto), es imagen del Absoluto que se muestra en él, que está unido con él en su interior más íntimo y que a cada ser humano le corresponde una dignidad que nadie le puede adjudicar ni le puede quitar.




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