viernes, 19 de marzo de 2021

UNA ESTRUCTURA DE FE MÍSTICA COMO CAMINO DE LIBERTAD

El espacio, el tiempo y lo eterno

Con el pensamiento abstracto analizamos los hechos y sus consecuencias, dándoles el tiempo necesario, para llegar a conclusiones que dan certezas, viendo los aciertos y los errores, integrando el sufrimiento del que tratamos de huir, también unas experiencias que recuerdo con cariño y otras de las que me arrepiento y quisiera olvidar; sin embargo, todas son válidas para poder ver una realidad más amplia.


Una realidad que es vida y arrepentimiento, que busca fuera de sí misma respuestas, no un ensueño. Existe una felicidad que, aunque se nos escapa de entre las manos y no podemos retener, la hemos visto, sentido y experimentado. Las malas decisiones, los errores y los pecados necesitan el perdón del corazón, un perdón que intuimos que proviene del mismo lugar que la felicidad. Todo esto que podría parecer indeterminado y también impreciso cuando lo estás viviendo, se convierte con la reflexión y el tiempo necesario, en preciso y transcendental. Este razonamiento que llamamos abstracto es una forma de razonamiento humano capaz de transcender y entender los sentimientos más profundos, esos sentimientos que no cambian por las leyes naturales y su evolución: el amor, el odio, los deseos, el arrepentimiento, el perdón, la desesperanza o la paz en el corazón. Es una realidad que no se altera por el espacio-tiempo, siempre es la misma para todo ser que viva o haya vivido en esta tierra. Una realidad que el razonamiento intelectual solo percibe como algo físico y natural, sin poder profundizar en su íntimo sentido sagrado, solamente distinguible para el razonamiento abstracto, que a diferencia del razonamiento intelectual no se altera por el espacio-tiempo y por tanto está al alcance de todos los seres humanos. En cambio, el razonamiento intelectual no es para todos, depende de la capacidad, el aprendizaje y la evolución del propio espacio-tiempo. “Yo te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has dado a conocer a los sencillos” (Mateo 11, 25).

Antes hablábamos de lo inalterable, de lo que no está regido por unas leyes naturales “establecidas”, o normas “casuales para algunos”, que siempre se comportan de la misma manera, y que son en sí mismas libres de evolución y, por tanto, estables sobre el espacio y el tiempo. Ahora debemos hablar de lo variable. Todo lo que afecte al espacio-tiempo es variable y dentro de esta realidad existe una evolución dependiente de unas leyes naturales que siempre se comportan de la misma manera. En el aspecto físico y natural quizá sea un quark lo más pequeño y el tiempo de Planck la medida más pequeña del tiempo; y son las células los elementos más pequeños con vida, capaces de realizar tres funciones básicas: nutrirse, relacionarse y reproducirse. Ya sea como una sola célula, cientos o billones (en el caso del ser humano), la información genética les permite crear un ser (dependiendo de su ADN), crecer y morir, transmitiéndose de generación en generación.

La información genética ha sido introducida en la célula por una inteligencia. Es una información que tiene orden, sentido, instinto y, lo más asombroso, una capacidad extraordinaria para ser alterada en el tiempo dependiendo de su propia supervivencia. Una célula no es más inteligente que un ser humano, pero la información que contiene sobrepasa la inteligencia humana. Por tanto, en la realidad tenemos lo que no se altera nunca, también lo que cumple unas leyes naturales y evoluciona, por lo que solamente nos queda por analizar el tiempo.

Viendo el tiempo como unidireccional e imparable, podríamos decir que el tiempo afecta al espacio, produciendo una evolución conjunta e inseparable. El amor es el ejemplo de lo inalterable, libre de evolución y libre de leyes naturales; las células, el ejemplo del elemento que da vida a un espacio físico y real ordenado. El tiempo se puede medir por leyes naturales, pero a la vez es una estructura y un desarrollo ordenado que solo puede ser entendido porque una inteligencia ha sido capaz de introducir dentro del tiempo lo inalterable, la vida y la evolución espacio-tiempo. En el tiempo se puede ver claramente el límite de la inteligencia humana, no solamente para entenderlo, sino para intervenir en él. Si fuéramos capaces de intervenir en él, seríamos dioses. Podemos participar en lo inalterable, en el amor, dependiendo de nuestras decisiones; podemos intervenir en el mundo celular y curar dependiendo de nuestra capacidad, pero en el tiempo nunca podremos detenerlo. Todo lo que no se debilita, se degrada, cambia o desaparece en el tiempo y perdurará donde no gobierna el tiempo. Nada que esté condicionado por el tiempo es eterno, salvo lo inalterable. Lo inalterable puede desarrollarse en el tiempo, pero no está condicionado por él.

Dentro de la propia inteligencia existe un razonamiento que se basa principalmente en el análisis de la realidad de lo observable y otro que se basa en la realidad abstracta. “Me siento feliz” es abstracto, sonreír es observable. Lo observable es objetivo, se ve y se puede demostrar; sin embargo, lo abstracto se muestra sin orden, es difícil de entender, difícil de explicar y da pie a diferentes interpretaciones.

El amor es una realidad que no está supeditada al tiempo, ni se basa en una ley natural y solamente se produce entre dos seres reales. Es “algo” verdaderamente libre que no podemos retener, simplemente brota entre dos personas, donde se siente más que se entiende, donde se intuye la felicidad y la eternidad. Puede convivir con el pecado y su esclavitud, solamente si hay arrepentimiento y perdón; si no, desaparece. Es una esencia que tiene inteligencia y existencia propias, nadie le ha dado la información y el orden natural para desarrollarse, simplemente tiene vida propia y autonomía dentro del espacio-tiempo para surgir en un preciso momento y en cualquier época. El odio no tiene autonomía, pero sí una existencia que también supera el espacio-tiempo y es igual en todas las épocas.

Dios sí puede amar incondicionalmente porque el amor nace de Él; sin embargo, en el plano humano, el amor solo puede nacer entre dos personas, nadie siente amor si no siente a otro ser; el odio, en cambio, es algo solamente individual, aunque puede ser compartido y sabemos que nace dentro del hombre. Podríamos deducir que para odiar solamente tengo que juzgar y condenar, pero no para amar, aunque lo desee. No es lo mismo el deseo de amar que amar, ya que es necesario un vínculo entre dos para que brote el amor. Para que el amor perdure en el espacio-tiempo, necesita más que el deseo humano, necesita entrar en el mundo de lo sagrado, en un mundo mucho más abstracto, más importante, más relevante, donde podamos razonar esa realidad y que otro ser le dé verdadero sentido y no sea simplemente una emoción individual. El amor no ha podido surgir por “casualidad”, sino que nace de algún ser que interviene entre los hombres porque los ama, no puede ser de otra manera. Si nuestro razonamiento abstracto analiza y experimenta un mundo transcendente y real, solo puede encontrar en el amor la prueba de que un ser de amor se muestra al ser humano.

 

Razonamiento abstracto

El razonamiento intelectual, que sirve para entender lo observable, parece que es el único que existe para elaborar el pensamiento porque se basa en unas leyes naturales, matemáticas o físicas, ya establecidas por naturaleza o por el ser humano. El pensamiento abstracto provoca dos formas de entender lo no observable: una que es mágica y otra que te lleva a la verdad. El pensamiento mágico se basa en los indicios, elevando a certeza lo que es aparente, imaginario, incluso ilusorio, pero su falta de razonamiento, tanto intelectual como abstracto, provoca una creencia que es falsa. Se basa en indicios y conjeturas que hacen sospechar de otra realidad además de la que es observable, pero no puede aplicar el razonamiento abstracto, porque para poder aplicar este razonamiento debe existir esa realidad, si no, estarás sumergido en un mundo artificial y engañoso. Por otro lado, existe una realidad dentro de lo abstracto que es real y es el mundo del amor y, por consiguiente, el mundo sagrado de Dios, que puede intuirse intelectualmente y que, analizando la evidencia de las leyes naturales, matemáticas y físicas, se puede llegar a entender que existe algo más que lo observable. Evidentemente el razonamiento intelectual no puede aceptar lo imaginario, la creencia humana basada en la proyección de una búsqueda de otra realidad sin encontrarla. Pero sí puede entender al razonamiento abstracto del que todos tenemos experiencias, ver que tiene coherencia, aunque es tan íntimo como difícil de explicar.

Existe un tipo de razonamiento intelectual que no admite lo que no es observable y demostrable y, por tanto, rechaza todo razonamiento abstracto. Es cierto que existe un tipo de pensamiento abstracto que es mágico y no aplica la reflexión ni la experiencia de lo vivido, y que lleva a una creencia que no demuestra ninguna realidad, pero esto no justifica que muchas veces el razonamiento intelectual niegue un razonamiento abstracto que ve indicios, reflexiona, experimenta y encuentra certezas en una realidad muy concreta. Un ejemplo de lo que decimos es cuando alguien está contento, que es una realidad observable por otra persona; sin embargo, cuando es feliz no es observable, es abstracto, pero no deja de ser incluso más verdadero. La fe es mucho más que una mera creencia.

Todos o casi todos tenemos experiencias de un mundo real pero que percibimos abstractamente sin poder demostrarlo. Lo sentimos, pero nos cuesta muchísimo explicarlo, normalmente lo guardamos en lo más hondo de nuestra intimidad espiritual. No es demostrable, pero el vínculo de amor lógico (si no se ha destruido) que siento por mis padres, mis hijos, mi familia, mis amigos, incluso el respeto hacia los demás, es profundo. Lo entiendo cuando lo razono, me llena de paz, pero tratar de explicarlo me resulta difícil, porque no es una realidad física y observable, pero es aceptado porque es una experiencia muy normal y entendible desde el razonamiento abstracto que todas las personas poseen. Todas las personas, por muy diferente que sea su nivel intelectual, saben quién las quiere después de analizar esas experiencias con el tamiz del tiempo y la luz de la verdad.

El razonamiento abstracto hay que separarlo de las emociones que nos puedan confundir en un tiempo presente; la distancia del tiempo permite ordenar esas experiencias que muchas veces nos confunden para saber con certeza qué es verdadero y qué es falso. Todo ser humano que reflexione en esta clave tendrá certezas y precisión de quién le quiere y a quién quiere, reflexión de la coherencia del amor. Por el contrario, el razonamiento intelectual se basa en el análisis de lo observable y, por eso, intenta hacer concreto lo abstracto y pretende determinar de antemano si algo es verdadero o falso. En el razonamiento abstracto las experiencias de amor son concretas y reales. Sin embargo, la realidad de lo sagrado se juzga como creencia mágica, olvidándose de que el razonamiento abstracto hace concretas y reales tus experiencias de amor y tu espiritualidad. Si la reduces, le quitas toda su grandeza y su infinita realidad.

El razonamiento abstracto no es anterior, es posterior al hecho y tiene la capacidad de discernir la verdad de la mentira, es capaz de definir y precisar experiencias verdaderas, que, aunque siguen siendo abstractas y podrían parecer indefinibles, con la reflexión del razonamiento abstracto se convierten en precisas, provocando certezas. El razonamiento intelectual es el análisis de lo que nos rodea, de lo observable, de lo que es analizable y demostrable, podríamos decir que es el mundo del hombre que vive el instante concreto. El razonamiento abstracto necesita de la reflexión de lo vivido para ver una realidad que no es concreta, ni observable ni siquiera para uno mismo. Es necesaria la reflexión de las experiencias vividas bajo el prisma de la verdad para darte cuenta de que tus elecciones vitales tienen dos consecuencias, o bien te llevan al pecado y la equivocación, o bien a una realidad donde se muestra el amor y por consiguiente se revela Dios.

Si Dios no se mostrara, no podríamos hablar de Él, hablaríamos de otra cosa, quizá de un producto del subconsciente que, debido a nuestra necesidad, tiene la respuesta y la explicación de todo y hace ver una realidad que no existe. Aun así, todo ser humano cree en algo: tiene dogmas y convicciones y el que no las tenga, no tendrá ni esperanza ni certezas en nada.

 

El mundo de lo sagrado

El razonamiento abstracto permite descubrir una realidad brillante que da luz y respuestas a la incertidumbre, y que provoca esperanza y certezas en una reflexión realista de las experiencias de nuestra existencia. La fe mística supone una transformación sin retorno, tan profunda y trascendental, que provoca un éxodo por el camino de la esperanza, lleno del aprendizaje de la autonomía humana. Para vivir hay que mirar hacia el futuro, pero para entender la vida hay que mirar hacia atrás. Quienes tienen fe de verdad tienen una gran inteligencia abstracta para la reflexión de la vida y una humildad que descubre dónde se ha revelado Dios en su vida. Dios se oculta a la arrogancia y se muestra al que tiene fe.

Existe una realidad a la que se puede acceder con la humildad del que desea ser amado de verdad. Todo ser humano que desea ser amado de verdad, transciende fuera de él y busca, a veces solamente en otro ser humano, poder amar. No son las preguntas intelectuales, que también, las que te hacen mirar fuera de ti. Lo que buscamos es la verdad del amor, ese amor que no cambia en el tiempo, ni evoluciona y que siempre es el mismo. Lo conocemos, todos lo hemos visto, ha pasado por nuestra vida, creando un vínculo eterno con los que más queremos, a veces ha pasado fugazmente, otras lo hemos querido encadenar, muchas veces le hemos hecho llorar y dependiendo de nuestra falta de humildad, lo hemos ignorado. Lo buscamos, pero no sabemos dónde habita. A veces aparece cuando no lo esperas, otras veces nos ciega; también muchas veces, necesitamos toda una vida para comprenderlo; no lo apreciamos y solamente lo valoramos cuando nos falta y entonces lo buscamos. También nos desesperamos cuando no lo encontramos, quizá aquí deberíamos mirar hacia atrás para entenderlo, reflexionando y descubriéndolo en nuestra vida: cómo era, qué te hacía sentir. Todos lo hemos experimentado en mayor o menor medida, nos hemos sorprendido con su autonomía, pero dependiendo del nivel de nuestra esclavitud del pecado, tenemos la capacidad de recordarlo, olvidarlo o negarlo. Es lógico que quien rechace el amor, odie al ser humano; quien lo haya olvidado, solo ame a los suyos; y quien lo recuerde, ame a los suyos y lo busque.

Para vivir del amor constantemente, hay que dejar de ser esclavo del pecado. Nadie mira a su corazón y ve su esclavitud, puede ver su pecado, pero no percibe que detrás de la decisión que provoca el pecado, existe una realidad que no permite salir al ser humano de su esclavitud. Las decisiones de amor implican un compromiso que no es inmediato; sin embargo, el ser humano con su pecado está encadenado a un instante donde decide en función de su deseo de conseguir algo egoístamente.

La mala decisión provoca el pecado, y el pecado provoca la esclavitud del pecado. Si queremos ser libres, antes debemos dejar de ser esclavos. La clave no es no pecar, algo imposible para el ser humano, sino que Jesús Resucitado nos libere de la esclavitud del pecado y nos haga libres. La esclavitud del pecado está oculta para el propio esclavo: cree que vive libre y, sin embargo, es esclavo de todas sus circunstancias, de sus intereses, deseos y de todas sus emociones, creando, donde solamente existe una capacidad de supervivencia y de adaptabilidad, un mundo ficticio de libertad. Queremos llegar a nuestra meta, porque todos queremos escapar de un mundo que nos ofende o de un poder mundano que nos hace sufrir y al que nos hacemos sumisos. Esta es la esclavitud del pecado, la ofensa que produce en nuestro corazón un odio o un rencor visceral y sin sentido, incluso con quien amamos: basta que nos lleve la contraria. La esclavitud del pecado provoca en el ser humano el rencor y la sumisión, dentro de un miedo que nos aleja de Dios. El esclavo, en el mundo del hombre, es tratado dependiendo de su docilidad y obediencia. En la realidad del pecado el odio nos esclaviza, un círculo de odio del que es imposible salir por uno mismo. El hombre odia demasiado, odiamos a quien nos ofende, odiamos comportamientos, opiniones, expresiones, manifestaciones, gestos, aspectos, semblantes, actitudes, la lista es extensa, y esto solamente con los seres a quienes amamos. Con los que no amamos, la indiferencia, el desprecio o la venganza son desproporcionados.

La mayoría vivimos en esta realidad de la esclavitud, nos damos cuenta de nuestras equivocaciones y de que lo volveremos a hacer, más temprano que tarde y constantemente, pero somos sumisos, dóciles, manejables por la esclavitud del pecado. Por eso es tan difícil ver la esclavitud, nos maneja haciéndonos creer que el amor es un instante; la felicidad, algo fugaz; la esperanza, un pequeño momento; y lo eterno, inalcanzable. En esta realidad que vivimos lo único que es perdurable es la esclavitud y la muerte, la esclavitud siempre tratará de que todo lo eterno sea reducido a la mínima expresión.

Ser esclavos del pecado es lo lógico si no conocemos la libertad. Pero Dios envió a su hijo Jesús para que la conozcamos. En esto se ve la divinidad de Jesús, en que no es esclavo del pecado, ni odia, ni siente rencor, ni es sumiso, es permanente en su amor, Jesús es libre y es cordero, porque solo es dócil al amor de Dios. Trajo a la tierra lo eterno, el reino de Dios, el amor absoluto, la verdad inalterable, el perdón misericordioso, la esperanza más resplandeciente, el camino y la vida y la deslumbrante libertad del ser humano.

Reconozco que los caminos que decidí seguir estaban llenos de deseos, a veces de buena voluntad y otros llenos de justicia, pero siempre me equivoqué. La esclavitud no deja partir al pecador, estamos sometidos a nosotros mismos, somos esclavos sin cadenas. El ser humano esclaviza su alma, porque él mismo elige libremente el instante frente a la eternidad. Un instante de gloria, de placer, de razón, de interés, de afecto es a lo que aspira el ser humano, sin darnos cuenta de que todo es una falta de libertad, incluso la reacción de odio y rencor ante la ofensa o la sumisión del miedo. Creemos que reaccionar a la ofensa es nuestra fortaleza, cuando es nuestra debilidad. ¿Por qué nos ofendemos con quien nos ama?, ¿por qué nos ofende quien no nos conoce?, ¿por qué ofendemos a quien amamos? Todo ser humano tiene miedo y todos se ofenden si son juzgados, reprochados o reprendidos. El mayor de los problemas es que no nos sentimos esclavos porque no conocemos la luz, simplemente la añoramos por haberla visto algún instante en la vida, como si fuera un sueño o un deseo. Sabemos que hemos cometido errores, que lo hemos hecho mal, muchas veces nos arrepentimos, otras nos justificamos, pero es un círculo del cual no podemos salir. Volveremos a hacerlo, esta es nuestra esclavitud. Vivimos del instante y no de lo eterno, pero el hombre no fue creado para ser esclavo, sino para ser libre y vivir en lo eterno.

El amor seguramente será la única experiencia de lo eterno que todos, en algún momento, hemos conocido. Lo sentimos en momentos puntuales y pensamos que el instante de felicidad es tan fugaz que se confunde con una simple emoción. El amor es un vínculo entre dos seres y cuando dejemos de ser esclavos, será lo único que permanecerá. El amor no es un instante, es un vínculo que perdura en el tiempo entre dos personas que se quieren. Todo lo que sea un instante, no sobrevivirá a la eternidad, y solamente permanecen los vínculos de amor y el fruto de la esclavitud, el odio. La muerte es un instante, y muchos esclavos del pecado tratan de hacerla eterna, es lo único que consideran eterno. La muerte no es eterna, es el final de una evolución celular y también el fin del espacio-tiempo. Después de esto solamente queda lo eterno, el amor y el odio: el amor que cuesta entender de dónde viene y el odio que es el fruto de la esclavitud del pecado. Si sentimos que el amor es la revelación de un ser eterno, nos daremos cuenta de que su fin es crear un vínculo eterno de amor con el hombre, pero para amar el hombre tiene que ser libre. Dios creó al hombre, creó la tierra y el mar, las criaturas que la habitan, las leyes naturales, la información celular y el orden. Si algo está ordenado, es porque alguien con capacidad para estructurar, lo ha creado. Es absurdo y un pensamiento especulativo, pensar que del desorden nació el orden, que de la nada, de la NO existencia, nació la vida.

Resulta difícil entender una evolución que surge de la nada y que no responde a todo el misterio de la vida, donde venir al mundo, vivir y morir, se considera natural, pero sin ningún sentido. Una teoría que trata de dar una respuesta segura y sistemática, aparentemente llena de lógica, discernimiento y razón, para decirnos que la vida es natural, pero sin ningún significado, porque acaba en la muerte eterna. Sin embargo, la evolución no es el centro de la creación, está totalmente subyugada al espacio y al tiempo, un espacio que no ha sido creado de la nada y un tiempo que se rige por leyes matemáticas y físicas, creando un orden. Si hay algo que tiene orden es el tiempo, es una estructura imposible para la casualidad.

Lo Sagrado, lo eterno, es una dimensión que parece distante. Sabemos de ella porque Jesús ha traído la verdad de Dios, también por los Santos, que la han alcanzado y, finalmente, porque en nuestras vidas se han revelado y se han hecho visibles los frutos del amor y la misericordia de Dios. Esto es lo que da certeza a nuestra fe, llenándonos de esperanza. No lo comprendemos del todo porque para entenderlo deberíamos experimentarlo personalmente. Parece que está diseñado para unos pocos elegidos, pero todos estamos llamados a la santidad. Jesús es para todos, pues a todos ama Dios. Si Dios no elige y a todos ama igual, está claro que en el fondo el hombre tiene una incapacidad. Si queremos ir hacia el Padre y no podemos, es porque la esclavitud del pecado no nos deja. Aunque seamos libres en nuestra decisión y nuestro deseo de ir al Padre, no podemos. El hombre busca la sabiduría, el conocimiento, mientras que Dios desea nuestra santidad, que nos libera de la esclavitud del pecado.

Quien no puede ir donde desea es porque es rehén de algo o de alguien. El ser humano no puede ser prisionero de nadie por su libertad de decisión, por lo que solo puede ser esclavo de sí mismo, de la esclavitud de su propio pecado y, por tanto, necesita ser liberado. Vivimos una esclavitud sin cadenas, pero es la peor de las esclavitudes, ya que somos prisioneros y carceleros al mismo tiempo. Al pecar creamos un vínculo eterno con la esclavitud del pecado, a la cual nos acostumbramos y ni siquiera distinguimos en nuestra vida. Nuestro pecado nos esclaviza y la esclavitud nos hace pecar. No hay salida. Dios nos perdona y redime nuestros pecados, pero es imposible romper el vínculo con la esclavitud sin intervenir directamente y condicionar nuestra libertad de decisión. Su plan no es condicionar nuestra libertad, sino liberarnos de nuestro vínculo a través de la fe y de Jesús resucitado, un Jesús que con su muerte y resurrección puede hacer de puente entre Dios y el hombre: bajar a nuestro infierno, nuestra esclavitud y liberarnos. Solo necesita de nuestra fe, una fe que no sea filosófica sino de relación. Así podremos darnos cuenta de nuestra esclavitud, dar un paso hacia adelante y, siguiendo el camino que nos iluminará Jesús, llegar al Padre y a la vida eterna. La realidad de la vida se percibe a través del entendimiento, mientras que la realidad de lo sagrado a través de la fe. Un entendimiento brillante y sin fe permite comprender y adaptarnos a la vida, pero no percibir su sentido, porque el sentido está en lo sagrado y en lo eterno. La meta de la fe filosófica es alcanzar la sabiduría y la justicia, pero así no se necesita a Dios para nada. Necesitamos una fe mística de relación.

Cuando el ser humano siente amor, brota la libertad y la calma, creando esperanza; cuando se ofende y siente odio, emerge la esclavitud y la desesperación, creando desesperanza. Del amor y del odio se puede vivir eternamente. Esto indica que más allá de la muerte, existe una realidad de odio y otra realidad de amor.

El amor y el odio son dos realidades antagónicas, una que busca nuestra libertad y otra que busca nuestra esclavitud. Deberíamos darnos cuenta de que, dentro de esas dos realidades, solo existe la libertad eterna o la esclavitud eterna, pero no la muerte eterna. Para entender lo eterno debemos plantearnos cómo se creó la vida o quién la creó, si es un proceso casual carente de sentido o si, por el contrario, es un proceso natural dentro de un sentido, y si todo lo que hemos vivido y experimentado acaba con la muerte eterna, o, por el contrario, lo eterno comienza desde el instante de la muerte.

Dios no se revela directamente para que el hombre pueda decidir en libertad, pero gracias a Jesús puede relacionarse manteniendo la libertad del hombre; de la misma forma, como dice el Apocalipsis, el dragón necesita de la bestia, de la esclavitud del pecado, permaneciendo así oculto para que también el hombre pueda decidir libremente. El hombre se acerca a Dios libremente y se aleja de Él también libremente. Vivimos de los instantes, instantes de amor, a veces instantes de odio, momentos de calma, otros de alegría, también de tristeza y soledad, de arrogancia, instantes de esperanza, otras veces de desesperación, dentro de un corazón lleno de buenas intenciones, pero esclavo del pecado, del deseo, del interés y de la utilización. Toda esta inestabilidad tan profunda provoca que tratemos de buscar una seguridad en un orden, que se apropia del bien y del mal, porque no es desde el amor, sino desde la esclavitud del pecado. La esclavitud induce a creer saber lo que está bien y lo que está mal y siempre estará el orden por encima de las personas. Luchar contra las injusticias puede estar en muchos casos más cercano al odio que al amor, por el desorden que puede provocar la injusticia en tu perfecto orden, muy diferente a la esencia del amor. Para dar frutos de amor hay que ser libres; si no, daremos un orden sin frutos de amor.

Si no vemos claramente nuestra esclavitud, confundiremos nuestra “buena intención” con la voluntad de Dios; y los frutos del orden y la justicia del hombre ocultarán la incapacidad del ser humano para dar frutos de amor. Un alma que no siente deseos de ser libre es lo más complejo de liberar que existe. Sabemos que primero hemos buscado respuestas, después Dios se mostró a través de su Hijo y ahora falta cambiar un corazón de piedra por uno de carne, querer ser libres y ponernos en camino, pero lo más importante es darnos cuenta de nuestra esclavitud, que permanecerá oculta hasta que nos ilumine el Espíritu Santo.

La FE MÍSTICA es el encuentro verdadero con lo sagrado, con Jesús resucitado, que trae la salvación para todos, incluso para los más esclavos del pecado. Qué duda cabe que el paso de no querer ser libres a querer serlo supone pasar noches oscuras y requiere un sinfín de ayuda. Algunos elegidos pueden hacerlo solos, la mayoría, con nuestra pequeña fe, necesitamos a nuestros hermanos. Dios, Jesús y el Espíritu Santo siempre van a estar ahí, pero percibir, distinguir y comprender la libertad es algo que debe hacer el hombre.

Para poder cambiar el corazón, hay que liberarse de la esclavitud del pecado. Ningún corazón de piedra se transforma en uno de carne por nuestra capacidad. No es un ejercicio de lucidez mental, ni siquiera de una voluntad inalterable, tampoco es posible con una intachable conducta, ni renunciando a los deseos, y mucho menos buscando nuestra libertad en teorías y filosofías que se adaptan perfectamente a la razón y a los códigos de conducta. La razón sucumbe fácilmente a la seducción del engaño, es buena para ordenar lo observable y estructurar nuestra realidad, pero es confusa para entender al corazón, porque la razón se alimenta del acierto en lo inmediato, del análisis de los deseos, de las sugerencias de las emociones y sobre todo de lo que puede juzgar. El corazón humano, sin embargo, nunca se adelanta al presente, reflexiona en su pasado para poder entender el sentido de las cosas, traspasa lo observable, no juzga, ni estructura la vida. El corazón solamente siente, vive el presente y cuando decide por encima de la razón y del yugo de las emociones, nunca se equivoca. El corazón busca lo que le hace sentir feliz y libre, por eso busca siempre el amor. Si solamente tuviéramos el corazón humano con su reflexión y lucidez, sería muy fácil encontrar a Dios, porque Dios llama a nuestro corazón a través de su amor, un amor que trata siempre de guiarlo en la oscuridad. Dios no quiere solamente guiarnos, quiere que decidamos en libertad, no quiere que nada nos condicione, ni siquiera su amor. Por ese motivo, Dios le da al hombre un razonamiento que analiza lo observable y un corazón que siente el amor y nos sitúa en un mundo donde iniciamos una vida que se basa totalmente en nuestra capacidad de decidir y donde nada limita nuestra libertad: dependiendo de nuestra decisión surgirá el pecado o el amor.

El amor te hace libre, todos lo hemos sentido y lo sabemos. El pecado te esclaviza, pero su esclavitud es algo que no percibimos porque está oculta en el propio pecado para que la razón no lo descubra. Mientras nuestra esclavitud está oculta, nuestro razonamiento es confundido indirectamente y nuestros deseos e intereses se convierten en lógicos, justos, coherentes y justificables. El pecado tiene el poder para esclavizar al hombre en su libre decisión porque tiene el espíritu del mal, que da forma a una realidad viva. Jesús dijo, “todo el que peca es esclavo del pecado” (Jn 8, 34), y no lo dijo porque nos esclavicen por la fuerza, lo dijo porque nosotros mismos nos esclavizamos con nuestro pecado. Nosotros decidimos pecar libremente y al hacerlo damos poder al espíritu del mal que nos encadena a una realidad y un lugar concreto con vida propia. Tal y como describe el Apocalisis, Babilonia es la cárcel donde se encadena todo ser humano, donde nuestro pecado se integra en ese ser cuya esencia es de la misma naturaleza y nosotros la aceptamos porque nos sentimos cómodos. Ya no sabemos distinguir nuestra verdadera esencia, que está en un corazón que busca a Dios, pero que anulamos con un razonamiento que se sumerge en la satisfacción de lo inmediato, en una sumisión libremente aceptada, a cambio de los deseos e intereses más accesibles, que provocan un falso orden estructural en nuestra vida. “Sal de ella pueblo mío; no te hagas cómplice de sus pecados, para que no tengas que compartir sus castigos” (Ap. 18, 4).

Somos esclavos de nosotros mismos y por esa razón no podemos salir de esa realidad que alimenta nuestra arrogante y nos hace sentir falsamente fuertes. Para poder tener la posibilidad de salir de esa esclavitud, Jesús murió, bajó a nuestro infierno y pudo iluminar la oscuridad donde deambulamos como hombres sin libertad. Todo el que quiere salir de la esclavitud del pecado tiene el puente y el camino establecido para poder hacerlo. El problema sigue siendo nuestra libre decisión. Para no influenciar directamente, Dios necesita de la fe del hombre para iniciar el camino de liberación. Individualmente debe ser una fe elevada que, por medio del Espíritu Santo, reflexione en el encuentro de la verdad y eduque su fe con la pedagogía de Jesús resucitado. Para quienes no tenemos esa fe tan elevada, existe otra posibilidad. Jesús resucitado solamente puede acercarse al hombre a través de una fe que se mueva entre la esclavitud y la libertad que se empieza a vislumbrar. En la esclavitud Jesús no puede convivir junto al pecado sin influir en nuestra decisión; sin embargo, sí puede acercarse indirectamente a la fe de un grupo reducido de personas, donde puedan emprender el camino de liberación y el encuentro con Jesús resucitado. La liberación de Egipto, con Jesús resucitado se hace profundamente grupal y personal, pudiendo todos ser liberados, emprender un camino pedagógico en la verdad como grupo y llevar la fe individual de forma autónoma a un nivel más elevado.

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