El espacio, el tiempo y lo eterno
Con el pensamiento abstracto analizamos los hechos y sus consecuencias, dándoles el tiempo necesario, para llegar a conclusiones que dan certezas, viendo los aciertos y los errores, integrando el sufrimiento del que tratamos de huir, también unas experiencias que recuerdo con cariño y otras de las que me arrepiento y quisiera olvidar; sin embargo, todas son válidas para poder ver una realidad más amplia.
Una
realidad que es vida y arrepentimiento, que busca fuera de sí misma respuestas,
no un ensueño. Existe una felicidad que, aunque se nos escapa de entre las
manos y no podemos retener, la hemos visto, sentido y experimentado. Las malas
decisiones, los errores y los pecados necesitan el perdón del corazón, un
perdón que intuimos que proviene del mismo lugar que la felicidad. Todo esto
que podría parecer indeterminado y también impreciso cuando lo estás viviendo,
se convierte con la reflexión y el tiempo necesario, en preciso y
transcendental. Este razonamiento que llamamos abstracto es una forma de
razonamiento humano capaz de transcender y entender los sentimientos más
profundos, esos sentimientos que no cambian por las leyes naturales y su
evolución: el amor, el odio, los deseos, el arrepentimiento, el perdón, la desesperanza
o la paz en el corazón. Es una realidad que no se altera por el espacio-tiempo,
siempre es la misma para todo ser que viva o haya vivido en esta tierra. Una
realidad que el razonamiento intelectual solo percibe como algo físico y
natural, sin poder profundizar en su íntimo sentido sagrado, solamente
distinguible para el razonamiento abstracto, que a diferencia del razonamiento intelectual
no se altera por el espacio-tiempo y por tanto está al alcance de todos los
seres humanos. En cambio, el razonamiento intelectual no es para todos, depende
de la capacidad, el aprendizaje y la evolución del propio espacio-tiempo. “Yo
te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas
cosas a los sabios y prudentes, y se las has dado a conocer a los sencillos” (Mateo
11, 25).
Antes
hablábamos de lo inalterable, de lo que no está regido por unas leyes naturales
“establecidas”, o normas “casuales para algunos”, que siempre se comportan de
la misma manera, y que son en sí mismas libres de evolución y, por tanto,
estables sobre el espacio y el tiempo. Ahora debemos hablar de lo variable.
Todo lo que afecte al espacio-tiempo es variable y dentro de esta realidad
existe una evolución dependiente de unas leyes naturales que siempre se
comportan de la misma manera. En el aspecto físico y natural quizá sea un quark
lo más pequeño y el tiempo de Planck la medida más pequeña del tiempo; y son las
células los elementos más pequeños con vida, capaces de realizar tres funciones
básicas: nutrirse, relacionarse y reproducirse. Ya sea como una sola célula,
cientos o billones (en el caso del ser humano), la información genética les
permite crear un ser (dependiendo de su ADN), crecer y morir, transmitiéndose
de generación en generación.
La
información genética ha sido introducida en la célula por una inteligencia. Es
una información que tiene orden, sentido, instinto y, lo más asombroso, una
capacidad extraordinaria para ser alterada en el tiempo dependiendo de su
propia supervivencia. Una célula no es más inteligente que un ser humano, pero la
información que contiene sobrepasa la inteligencia humana. Por tanto, en la
realidad tenemos lo que no se altera nunca, también lo que cumple unas leyes
naturales y evoluciona, por lo que solamente nos queda por analizar el tiempo.
Viendo
el tiempo como unidireccional e imparable, podríamos decir que el tiempo afecta
al espacio, produciendo una evolución conjunta e inseparable. El amor es el
ejemplo de lo inalterable, libre de evolución y libre de leyes naturales; las
células, el ejemplo del elemento que da vida a un espacio físico y real
ordenado. El tiempo se puede medir por leyes naturales, pero a la vez es una
estructura y un desarrollo ordenado que solo puede ser entendido porque una
inteligencia ha sido capaz de introducir dentro del tiempo lo inalterable, la
vida y la evolución espacio-tiempo. En el tiempo se puede ver claramente el
límite de la inteligencia humana, no solamente para entenderlo, sino para
intervenir en él. Si fuéramos capaces de intervenir en él, seríamos dioses.
Podemos participar en lo inalterable, en el amor, dependiendo de nuestras
decisiones; podemos intervenir en el mundo celular y curar dependiendo de
nuestra capacidad, pero en el tiempo nunca podremos detenerlo. Todo lo que no
se debilita, se degrada, cambia o desaparece en el tiempo y perdurará donde no
gobierna el tiempo. Nada que esté condicionado por el tiempo es eterno, salvo
lo inalterable. Lo inalterable puede desarrollarse en el tiempo, pero no está
condicionado por él.
Dentro
de la propia inteligencia existe un razonamiento que se basa principalmente en
el análisis de la realidad de lo observable y otro que se basa en la realidad
abstracta. “Me siento feliz” es abstracto, sonreír es observable. Lo observable
es objetivo, se ve y se puede demostrar; sin embargo, lo abstracto se muestra
sin orden, es difícil de entender, difícil de explicar y da pie a diferentes
interpretaciones.
El
amor es una realidad que no está supeditada al tiempo, ni se basa en una ley
natural y solamente se produce entre dos seres reales. Es “algo” verdaderamente
libre que no podemos retener, simplemente brota entre dos personas, donde se
siente más que se entiende, donde se intuye la felicidad y la eternidad. Puede
convivir con el pecado y su esclavitud, solamente si hay arrepentimiento y
perdón; si no, desaparece. Es una esencia que tiene inteligencia y existencia
propias, nadie le ha dado la información y el orden natural para desarrollarse,
simplemente tiene vida propia y autonomía dentro del espacio-tiempo para surgir
en un preciso momento y en cualquier época. El odio no tiene autonomía, pero sí
una existencia que también supera el espacio-tiempo y es igual en todas las
épocas.
Dios
sí puede amar incondicionalmente porque el amor nace de Él; sin embargo, en el
plano humano, el amor solo puede nacer entre dos personas, nadie siente amor si
no siente a otro ser; el odio, en cambio, es algo solamente individual, aunque
puede ser compartido y sabemos que nace dentro del hombre. Podríamos deducir
que para odiar solamente tengo que juzgar y condenar, pero no para amar, aunque
lo desee. No es lo mismo el deseo de amar que amar, ya que es necesario un
vínculo entre dos para que brote el amor. Para que el amor perdure en el
espacio-tiempo, necesita más que el deseo humano, necesita entrar en el mundo
de lo sagrado, en un mundo mucho más abstracto, más importante, más relevante,
donde podamos razonar esa realidad y que otro ser le dé verdadero sentido y no
sea simplemente una emoción individual. El amor no ha podido surgir por “casualidad”,
sino que nace de algún ser que interviene entre los hombres porque los ama, no
puede ser de otra manera. Si nuestro razonamiento abstracto analiza y
experimenta un mundo transcendente y real, solo puede encontrar en el amor la
prueba de que un ser de amor se muestra al ser humano.
Razonamiento
abstracto
El razonamiento
intelectual, que sirve para entender lo observable, parece que es el único que
existe para elaborar el pensamiento porque se basa en unas leyes naturales,
matemáticas o físicas, ya establecidas por naturaleza o por el ser humano. El
pensamiento abstracto provoca dos formas de entender lo no observable: una que es
mágica y otra que te lleva a la verdad. El pensamiento mágico se basa en los
indicios, elevando a certeza lo que es aparente, imaginario, incluso ilusorio,
pero su falta de razonamiento, tanto intelectual como abstracto, provoca una
creencia que es falsa. Se basa en indicios y conjeturas que hacen sospechar de otra
realidad además de la que es observable, pero no puede aplicar el razonamiento
abstracto, porque para poder aplicar este razonamiento debe existir esa
realidad, si no, estarás sumergido en un mundo artificial y engañoso. Por otro
lado, existe una realidad dentro de lo abstracto que es real y es el mundo del
amor y, por consiguiente, el mundo sagrado de Dios, que puede intuirse intelectualmente
y que, analizando la evidencia de las leyes naturales, matemáticas y físicas, se
puede llegar a entender que existe algo más que lo observable. Evidentemente el
razonamiento intelectual no puede aceptar lo imaginario, la creencia humana
basada en la proyección de una búsqueda de otra realidad sin encontrarla. Pero
sí puede entender al razonamiento abstracto del que todos tenemos experiencias,
ver que tiene coherencia, aunque es tan íntimo como difícil de explicar.
Existe
un tipo de razonamiento intelectual que no admite lo que no es observable y
demostrable y, por tanto, rechaza todo razonamiento abstracto. Es cierto que
existe un tipo de pensamiento abstracto que es mágico y no aplica la reflexión
ni la experiencia de lo vivido, y que lleva a una creencia que no demuestra
ninguna realidad, pero esto no justifica que muchas veces el razonamiento
intelectual niegue un razonamiento abstracto que ve indicios, reflexiona, experimenta
y encuentra certezas en una realidad muy concreta. Un ejemplo de lo que decimos
es cuando alguien está contento, que es una realidad observable por otra
persona; sin embargo, cuando es feliz no es observable, es abstracto, pero no
deja de ser incluso más verdadero. La fe es mucho más que una mera creencia.
Todos
o casi todos tenemos experiencias de un mundo real pero que percibimos
abstractamente sin poder demostrarlo. Lo sentimos, pero nos cuesta muchísimo
explicarlo, normalmente lo guardamos en lo más hondo de nuestra intimidad
espiritual. No es demostrable, pero el vínculo de amor lógico (si no se ha
destruido) que siento por mis padres, mis hijos, mi familia, mis amigos,
incluso el respeto hacia los demás, es profundo. Lo entiendo cuando lo razono,
me llena de paz, pero tratar de explicarlo me resulta difícil, porque no es una
realidad física y observable, pero es aceptado porque es una experiencia muy
normal y entendible desde el razonamiento abstracto que todas las personas
poseen. Todas las personas, por muy diferente que sea su nivel intelectual,
saben quién las quiere después de analizar esas experiencias con el tamiz del
tiempo y la luz de la verdad.
El
razonamiento abstracto hay que separarlo de las emociones que nos puedan
confundir en un tiempo presente; la distancia del tiempo permite ordenar esas experiencias
que muchas veces nos confunden para saber con certeza qué es verdadero y qué es
falso. Todo ser humano que reflexione en esta clave tendrá certezas y precisión
de quién le quiere y a quién quiere, reflexión de la coherencia del amor. Por
el contrario, el razonamiento intelectual se basa en el análisis de lo
observable y, por eso, intenta hacer concreto lo abstracto y pretende
determinar de antemano si algo es verdadero o falso. En el razonamiento
abstracto las experiencias de amor son concretas y reales. Sin embargo, la
realidad de lo sagrado se juzga como creencia mágica, olvidándose de que el
razonamiento abstracto hace concretas y reales tus experiencias de amor y tu
espiritualidad. Si la reduces, le quitas toda su grandeza y su infinita
realidad.
El
razonamiento abstracto no es anterior, es posterior al hecho y tiene la
capacidad de discernir la verdad de la mentira, es capaz de definir y precisar
experiencias verdaderas, que, aunque siguen siendo abstractas y podrían parecer
indefinibles, con la reflexión del razonamiento abstracto se convierten en
precisas, provocando certezas. El razonamiento intelectual es el análisis de lo
que nos rodea, de lo observable, de lo que es analizable y demostrable,
podríamos decir que es el mundo del hombre que vive el instante concreto. El
razonamiento abstracto necesita de la reflexión de lo vivido para ver una
realidad que no es concreta, ni observable ni siquiera para uno mismo. Es
necesaria la reflexión de las experiencias vividas bajo el prisma de la verdad para
darte cuenta de que tus elecciones vitales tienen dos consecuencias, o bien te llevan
al pecado y la equivocación, o bien a una realidad donde se muestra el amor y
por consiguiente se revela Dios.
Si
Dios no se mostrara, no podríamos hablar de Él, hablaríamos de otra cosa, quizá
de un producto del subconsciente que, debido a nuestra necesidad, tiene la
respuesta y la explicación de todo y hace ver una realidad que no existe. Aun
así, todo ser humano cree en algo: tiene dogmas y convicciones y el que no las
tenga, no tendrá ni esperanza ni certezas en nada.
El
mundo de lo sagrado
El razonamiento
abstracto permite descubrir una realidad brillante que da luz y respuestas a la
incertidumbre, y que provoca esperanza y certezas en una reflexión realista de
las experiencias de nuestra existencia. La fe mística supone una transformación
sin retorno, tan profunda y trascendental, que provoca un éxodo por el camino
de la esperanza, lleno del aprendizaje de la autonomía humana. Para vivir hay
que mirar hacia el futuro, pero para entender la vida hay que mirar hacia
atrás. Quienes tienen fe de verdad tienen una gran inteligencia abstracta para
la reflexión de la vida y una humildad que descubre dónde se ha revelado Dios
en su vida. Dios se oculta a la arrogancia y se muestra al que tiene fe.
Existe
una realidad a la que se puede acceder con la humildad del que desea ser amado
de verdad. Todo ser humano que desea ser amado de verdad, transciende fuera de
él y busca, a veces solamente en otro ser humano, poder amar. No son las
preguntas intelectuales, que también, las que te hacen mirar fuera de ti. Lo
que buscamos es la verdad del amor, ese amor que no cambia en el tiempo, ni
evoluciona y que siempre es el mismo. Lo conocemos, todos lo hemos visto, ha
pasado por nuestra vida, creando un vínculo eterno con los que más queremos, a
veces ha pasado fugazmente, otras lo hemos querido encadenar, muchas veces le
hemos hecho llorar y dependiendo de nuestra falta de humildad, lo hemos
ignorado. Lo buscamos, pero no sabemos dónde habita. A veces aparece cuando no
lo esperas, otras veces nos ciega; también muchas veces, necesitamos toda una
vida para comprenderlo; no lo apreciamos y solamente lo valoramos cuando nos
falta y entonces lo buscamos. También nos desesperamos cuando no lo
encontramos, quizá aquí deberíamos mirar hacia atrás para entenderlo,
reflexionando y descubriéndolo en nuestra vida: cómo era, qué te hacía sentir. Todos
lo hemos experimentado en mayor o menor medida, nos hemos sorprendido con su
autonomía, pero dependiendo del nivel de nuestra esclavitud del pecado, tenemos
la capacidad de recordarlo, olvidarlo o negarlo. Es lógico que quien rechace el
amor, odie al ser humano; quien lo haya olvidado, solo ame a los suyos; y quien
lo recuerde, ame a los suyos y lo busque.
Para
vivir del amor constantemente, hay que dejar de ser esclavo del pecado. Nadie
mira a su corazón y ve su esclavitud, puede ver su pecado, pero no percibe que
detrás de la decisión que provoca el pecado, existe una realidad que no permite
salir al ser humano de su esclavitud. Las decisiones de amor implican un
compromiso que no es inmediato; sin embargo, el ser humano con su pecado está
encadenado a un instante donde decide en función de su deseo de conseguir algo
egoístamente.
La
mala decisión provoca el pecado, y el pecado provoca la esclavitud del pecado.
Si queremos ser libres, antes debemos dejar de ser esclavos. La clave no es no
pecar, algo imposible para el ser humano, sino que Jesús Resucitado nos libere
de la esclavitud del pecado y nos haga libres. La esclavitud del pecado está
oculta para el propio esclavo: cree que vive libre y, sin embargo, es esclavo
de todas sus circunstancias, de sus intereses, deseos y de todas sus emociones,
creando, donde solamente existe una capacidad de supervivencia y de
adaptabilidad, un mundo ficticio de libertad. Queremos llegar a nuestra meta,
porque todos queremos escapar de un mundo que nos ofende o de un poder mundano
que nos hace sufrir y al que nos hacemos sumisos. Esta es la esclavitud del
pecado, la ofensa que produce en nuestro corazón un odio o un rencor visceral y
sin sentido, incluso con quien amamos: basta que nos lleve la contraria. La
esclavitud del pecado provoca en el ser humano el rencor y la sumisión, dentro
de un miedo que nos aleja de Dios. El esclavo, en el mundo del hombre, es
tratado dependiendo de su docilidad y obediencia. En la realidad del pecado el odio
nos esclaviza, un círculo de odio del que es imposible salir por uno mismo. El
hombre odia demasiado, odiamos a quien nos ofende, odiamos comportamientos,
opiniones, expresiones, manifestaciones, gestos, aspectos, semblantes,
actitudes, la lista es extensa, y esto solamente con los seres a quienes amamos.
Con los que no amamos, la indiferencia, el desprecio o la venganza son desproporcionados.
La
mayoría vivimos en esta realidad de la esclavitud, nos damos cuenta de nuestras
equivocaciones y de que lo volveremos a hacer, más temprano que tarde y
constantemente, pero somos sumisos, dóciles, manejables por la esclavitud del
pecado. Por eso es tan difícil ver la esclavitud, nos maneja haciéndonos creer
que el amor es un instante; la felicidad, algo fugaz; la esperanza, un pequeño
momento; y lo eterno, inalcanzable. En esta realidad que vivimos lo único que
es perdurable es la esclavitud y la muerte, la esclavitud siempre tratará de que
todo lo eterno sea reducido a la mínima expresión.
Ser
esclavos del pecado es lo lógico si no conocemos la libertad. Pero Dios envió a
su hijo Jesús para que la conozcamos. En esto se ve la divinidad de Jesús, en
que no es esclavo del pecado, ni odia, ni siente rencor, ni es sumiso, es
permanente en su amor, Jesús es libre y es cordero, porque solo es dócil al
amor de Dios. Trajo a la tierra lo eterno, el reino de Dios, el amor absoluto,
la verdad inalterable, el perdón misericordioso, la esperanza más resplandeciente,
el camino y la vida y la deslumbrante libertad del ser humano.
Reconozco
que los caminos que decidí seguir estaban llenos de deseos, a veces de buena
voluntad y otros llenos de justicia, pero siempre me equivoqué. La esclavitud
no deja partir al pecador, estamos sometidos a nosotros mismos, somos esclavos
sin cadenas. El ser humano esclaviza su alma, porque él mismo elige libremente
el instante frente a la eternidad. Un instante de gloria, de placer, de razón,
de interés, de afecto es a lo que aspira el ser humano, sin darnos cuenta de que
todo es una falta de libertad, incluso la reacción de odio y rencor ante la
ofensa o la sumisión del miedo. Creemos que reaccionar a la ofensa es nuestra
fortaleza, cuando es nuestra debilidad. ¿Por qué nos ofendemos con quien nos
ama?, ¿por qué nos ofende quien no nos conoce?, ¿por qué ofendemos a quien
amamos? Todo ser humano tiene miedo y todos se ofenden si son juzgados,
reprochados o reprendidos. El mayor de los problemas es que no nos sentimos
esclavos porque no conocemos la luz, simplemente la añoramos por haberla visto
algún instante en la vida, como si fuera un sueño o un deseo. Sabemos que hemos
cometido errores, que lo hemos hecho mal, muchas veces nos arrepentimos, otras
nos justificamos, pero es un círculo del cual no podemos salir. Volveremos a
hacerlo, esta es nuestra esclavitud. Vivimos del instante y no de lo eterno,
pero el hombre no fue creado para ser esclavo, sino para ser libre y vivir en
lo eterno.
El
amor seguramente será la única experiencia de lo eterno que todos, en algún
momento, hemos conocido. Lo sentimos en momentos puntuales y pensamos que el
instante de felicidad es tan fugaz que se confunde con una simple emoción. El
amor es un vínculo entre dos seres y cuando dejemos de ser esclavos, será lo
único que permanecerá. El amor no es un instante, es un vínculo que perdura en
el tiempo entre dos personas que se quieren. Todo lo que sea un instante, no
sobrevivirá a la eternidad, y solamente permanecen los vínculos de amor y el
fruto de la esclavitud, el odio. La muerte es un instante, y muchos esclavos del
pecado tratan de hacerla eterna, es lo único que consideran eterno. La muerte
no es eterna, es el final de una evolución celular y también el fin del
espacio-tiempo. Después de esto solamente queda lo eterno, el amor y el odio:
el amor que cuesta entender de dónde viene y el odio que es el fruto de la
esclavitud del pecado. Si sentimos que el amor es la revelación de un ser
eterno, nos daremos cuenta de que su fin es crear un vínculo eterno de amor con
el hombre, pero para amar el hombre tiene que ser libre. Dios creó al hombre,
creó la tierra y el mar, las criaturas que la habitan, las leyes naturales, la
información celular y el orden. Si algo está ordenado, es porque alguien con
capacidad para estructurar, lo ha creado. Es absurdo y un pensamiento
especulativo, pensar que del desorden nació el orden, que de la nada, de la NO
existencia, nació la vida.
Resulta difícil entender una evolución que
surge de la nada y que no responde a todo el misterio de la vida, donde venir
al mundo, vivir y morir, se considera natural, pero sin ningún sentido. Una
teoría que trata de dar una respuesta segura y sistemática, aparentemente llena
de lógica, discernimiento y razón, para decirnos que la vida es natural, pero
sin ningún significado, porque acaba en la muerte eterna. Sin embargo, la
evolución no es el centro de la creación, está totalmente subyugada al espacio
y al tiempo, un espacio que no ha sido creado de la nada y un tiempo que se
rige por leyes matemáticas y físicas, creando un orden. Si hay algo que tiene
orden es el tiempo, es una estructura imposible para la casualidad.
Lo
Sagrado, lo eterno, es una dimensión que parece distante. Sabemos de ella porque
Jesús ha traído la verdad de Dios, también por los Santos, que la han alcanzado
y, finalmente, porque en nuestras vidas se han revelado y se han hecho visibles
los frutos del amor y la misericordia de Dios. Esto es lo que da certeza a
nuestra fe, llenándonos de esperanza. No lo comprendemos del todo porque para
entenderlo deberíamos experimentarlo personalmente. Parece que está diseñado
para unos pocos elegidos, pero todos estamos llamados a la santidad. Jesús es
para todos, pues a todos ama Dios. Si Dios no elige y a todos ama igual, está
claro que en el fondo el hombre tiene una incapacidad. Si queremos ir hacia el
Padre y no podemos, es porque la esclavitud del pecado no nos deja. Aunque
seamos libres en nuestra decisión y nuestro deseo de ir al Padre, no podemos.
El hombre busca la sabiduría, el conocimiento, mientras que Dios desea nuestra
santidad, que nos libera de la esclavitud del pecado.
Quien
no puede ir donde desea es porque es rehén de algo o de alguien. El ser humano
no puede ser prisionero de nadie por su libertad de decisión, por lo que solo
puede ser esclavo de sí mismo, de la esclavitud de su propio pecado y, por
tanto, necesita ser liberado. Vivimos una esclavitud sin cadenas, pero es la
peor de las esclavitudes, ya que somos prisioneros y carceleros al mismo
tiempo. Al pecar creamos un vínculo eterno con la esclavitud del pecado, a la
cual nos acostumbramos y ni siquiera distinguimos en nuestra vida. Nuestro
pecado nos esclaviza y la esclavitud nos hace pecar. No hay salida. Dios nos
perdona y redime nuestros pecados, pero es imposible romper el vínculo con la
esclavitud sin intervenir directamente y condicionar nuestra libertad de
decisión. Su plan no es condicionar nuestra libertad, sino liberarnos de
nuestro vínculo a través de la fe y de Jesús resucitado, un Jesús que con su
muerte y resurrección puede hacer de puente entre Dios y el hombre: bajar a
nuestro infierno, nuestra esclavitud y liberarnos. Solo necesita de nuestra fe,
una fe que no sea filosófica sino de relación. Así podremos darnos cuenta de
nuestra esclavitud, dar un paso hacia adelante y, siguiendo el camino que nos
iluminará Jesús, llegar al Padre y a la vida eterna. La realidad de la vida se
percibe a través del entendimiento, mientras que la realidad de lo sagrado a
través de la fe. Un entendimiento brillante y sin fe permite comprender y
adaptarnos a la vida, pero no percibir su sentido, porque el sentido está en lo
sagrado y en lo eterno. La meta de la fe filosófica es alcanzar la sabiduría y
la justicia, pero así no se necesita a Dios para nada. Necesitamos una fe
mística de relación.
Cuando
el ser humano siente amor, brota la libertad y la calma, creando esperanza;
cuando se ofende y siente odio, emerge la esclavitud y la desesperación,
creando desesperanza. Del amor y del odio se puede vivir eternamente. Esto
indica que más allá de la muerte, existe una realidad de odio y otra realidad
de amor.
El
amor y el odio son dos realidades antagónicas, una que busca nuestra libertad y
otra que busca nuestra esclavitud. Deberíamos darnos cuenta de que, dentro de
esas dos realidades, solo existe la libertad eterna o la esclavitud eterna, pero
no la muerte eterna. Para entender lo eterno debemos plantearnos cómo se creó
la vida o quién la creó, si es un proceso casual carente de sentido o si, por
el contrario, es un proceso natural dentro de un sentido, y si todo lo que
hemos vivido y experimentado acaba con la muerte eterna, o, por el contrario,
lo eterno comienza desde el instante de la muerte.
Dios
no se revela directamente para que el hombre pueda decidir en libertad, pero
gracias a Jesús puede relacionarse manteniendo la libertad del hombre; de la
misma forma, como dice el Apocalipsis, el dragón necesita de la bestia, de la
esclavitud del pecado, permaneciendo así oculto para que también el hombre
pueda decidir libremente. El hombre se acerca a Dios libremente y se aleja de
Él también libremente. Vivimos de los instantes, instantes de amor, a veces
instantes de odio, momentos de calma, otros de alegría, también de tristeza y
soledad, de arrogancia, instantes de esperanza, otras veces de desesperación, dentro
de un corazón lleno de buenas intenciones, pero esclavo del pecado, del deseo, del
interés y de la utilización. Toda esta inestabilidad tan profunda provoca que
tratemos de buscar una seguridad en un orden, que se apropia del bien y del
mal, porque no es desde el amor, sino desde la esclavitud del pecado. La
esclavitud induce a creer saber lo que está bien y lo que está mal y siempre estará
el orden por encima de las personas. Luchar contra las injusticias puede estar en
muchos casos más cercano al odio que al amor, por el desorden que puede provocar
la injusticia en tu perfecto orden, muy diferente a la esencia del amor. Para
dar frutos de amor hay que ser libres; si no, daremos un orden sin frutos de amor.
Si
no vemos claramente nuestra esclavitud, confundiremos nuestra “buena intención”
con la voluntad de Dios; y los frutos del orden y la justicia del hombre ocultarán
la incapacidad del ser humano para dar frutos de amor. Un alma que no siente
deseos de ser libre es lo más complejo de liberar que existe. Sabemos que
primero hemos buscado respuestas, después Dios se mostró a través de su Hijo y
ahora falta cambiar un corazón de piedra por uno de carne, querer ser libres y
ponernos en camino, pero lo más importante es darnos cuenta de nuestra
esclavitud, que permanecerá oculta hasta que nos ilumine el Espíritu Santo.
La
FE MÍSTICA es el encuentro verdadero con lo sagrado, con Jesús resucitado, que
trae la salvación para todos, incluso para los más esclavos del pecado. Qué
duda cabe que el paso de no querer ser libres a querer serlo supone pasar noches
oscuras y requiere un sinfín de ayuda. Algunos elegidos pueden hacerlo solos, la
mayoría, con nuestra pequeña fe, necesitamos a nuestros hermanos. Dios, Jesús y
el Espíritu Santo siempre van a estar ahí, pero percibir, distinguir y
comprender la libertad es algo que debe hacer el hombre.
Para
poder cambiar el corazón, hay que liberarse de la esclavitud del pecado. Ningún
corazón de piedra se transforma en uno de carne por nuestra capacidad. No es un
ejercicio de lucidez mental, ni siquiera de una voluntad inalterable, tampoco es
posible con una intachable conducta, ni renunciando a los deseos, y mucho menos
buscando nuestra libertad en teorías y filosofías que se adaptan perfectamente a
la razón y a los códigos de conducta. La razón sucumbe fácilmente a la
seducción del engaño, es buena para ordenar lo observable y estructurar nuestra
realidad, pero es confusa para entender al corazón, porque la razón se alimenta
del acierto en lo inmediato, del análisis de los deseos, de las sugerencias de
las emociones y sobre todo de lo que puede juzgar. El corazón humano, sin embargo,
nunca se adelanta al presente, reflexiona en su pasado para poder entender el
sentido de las cosas, traspasa lo observable, no juzga, ni estructura la vida.
El corazón solamente siente, vive el presente y cuando decide por encima de la
razón y del yugo de las emociones, nunca se equivoca. El corazón busca lo que
le hace sentir feliz y libre, por eso busca siempre el amor. Si solamente tuviéramos
el corazón humano con su reflexión y lucidez, sería muy fácil encontrar a Dios,
porque Dios llama a nuestro corazón a través de su amor, un amor que trata siempre
de guiarlo en la oscuridad. Dios no quiere solamente guiarnos, quiere que
decidamos en libertad, no quiere que nada nos condicione, ni siquiera su amor.
Por ese motivo, Dios le da al hombre un razonamiento que analiza lo observable
y un corazón que siente el amor y nos sitúa en un mundo donde iniciamos una
vida que se basa totalmente en nuestra capacidad de decidir y donde nada limita
nuestra libertad: dependiendo de nuestra decisión surgirá el pecado o el amor.
El
amor te hace libre, todos lo hemos sentido y lo sabemos. El pecado te
esclaviza, pero su esclavitud es algo que no percibimos porque está oculta en
el propio pecado para que la razón no lo descubra. Mientras nuestra esclavitud
está oculta, nuestro razonamiento es confundido indirectamente y nuestros
deseos e intereses se convierten en lógicos, justos, coherentes y justificables.
El pecado tiene el poder para esclavizar al hombre en su libre decisión porque
tiene el espíritu del mal, que da forma a una realidad viva. Jesús dijo, “todo
el que peca es esclavo del pecado” (Jn 8, 34), y no lo dijo porque nos
esclavicen por la fuerza, lo dijo porque nosotros mismos nos esclavizamos con nuestro
pecado. Nosotros decidimos pecar libremente y al hacerlo damos poder al
espíritu del mal que nos encadena a una realidad y un lugar concreto con vida
propia. Tal y como describe el Apocalisis, Babilonia es la cárcel donde se
encadena todo ser humano, donde nuestro pecado se integra en ese ser cuya
esencia es de la misma naturaleza y nosotros la aceptamos porque nos sentimos
cómodos. Ya no sabemos distinguir nuestra verdadera esencia, que está en un
corazón que busca a Dios, pero que anulamos con un razonamiento que se sumerge
en la satisfacción de lo inmediato, en una sumisión libremente aceptada, a
cambio de los deseos e intereses más accesibles, que provocan un falso orden
estructural en nuestra vida. “Sal de ella pueblo mío; no te hagas cómplice de
sus pecados, para que no tengas que compartir sus castigos” (Ap. 18, 4).
Somos
esclavos de nosotros mismos y por esa razón no podemos salir de esa realidad
que alimenta nuestra arrogante y nos hace sentir falsamente fuertes. Para poder
tener la posibilidad de salir de esa esclavitud, Jesús murió, bajó a nuestro
infierno y pudo iluminar la oscuridad donde deambulamos como hombres sin
libertad. Todo el que quiere salir de la esclavitud del pecado tiene el puente
y el camino establecido para poder hacerlo. El problema sigue siendo nuestra
libre decisión. Para no influenciar directamente, Dios necesita de la fe del
hombre para iniciar el camino de liberación. Individualmente debe ser una fe
elevada que, por medio del Espíritu Santo, reflexione en el encuentro de la
verdad y eduque su fe con la pedagogía de Jesús resucitado. Para quienes no tenemos
esa fe tan elevada, existe otra posibilidad. Jesús resucitado solamente puede
acercarse al hombre a través de una fe que se mueva entre la esclavitud y la
libertad que se empieza a vislumbrar. En la esclavitud Jesús no puede convivir
junto al pecado sin influir en nuestra decisión; sin embargo, sí puede
acercarse indirectamente a la fe de un grupo reducido de personas, donde puedan
emprender el camino de liberación y el encuentro con Jesús resucitado. La
liberación de Egipto, con Jesús resucitado se hace profundamente grupal y personal,
pudiendo todos ser liberados, emprender un camino pedagógico en la verdad como
grupo y llevar la fe individual de forma autónoma a un nivel más elevado.
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