Una vida como cualquier otra, educada entre un
concepto relativista del bien, el mal, el yo y el tú, que intenta equilibrar lo
que desea y lo que decide, parece fácil y, sin embargo, es el inicio del
fracaso. Ese fracaso que ocultamos porque en realidad no podemos darle una
explicación razonable de por qué buscamos el bien, el amor, el tú, la
misericordia, la esperanza, la unión, la integración y, sin embargo, no podemos
hacer que reinen en nuestras vidas con constancia, con verdadera vida.
Dicen
que el infierno está lleno de buenas voluntades y malas decisiones. Mi voluntad
quiere hacer el bien, y lo intentamos, pero a la mínima resistencia no lo
podemos hacer, suele surgir lo contrario: juzgar al prójimo, no perdonar,
perder la esperanza, no integrar sino buscar lo que te interesa; en definitiva,
nuestros sueños de amor chocan con la realidad del otro, que también tiene la
misma voluntad de hacer el bien y curar las injusticias, pero esa idea que nos
une, su desarrollo nos desune. ¿Será que toda esa buena voluntad es en realidad
una adoración de un pensamiento (Dios) que nace de nuestra propia arrogancia
humana? ¿O puede ser una ingenuidad inmadura del propio ser que no ve la
realidad en sí misma y, por tanto, es intolerante ante situaciones que no
controla?
La arrogancia tiene en sí misma dos vertientes: la que
se expresa en ser superior al otro y la que desprecia para rebajar a la otra
persona. Si a esto añadimos una ingenuidad inmadura del ser, intolerante por su
propia naturaleza, tenemos un corazón lleno de emociones, de buenas voluntades,
pero a la vez intransigente e incapaz de amar.
La arrogancia y la ingenuidad inmadura del ser son una
distorsión de la realidad en todos los aspectos. El primero, en cómo nos vemos
nosotros mismos, siempre bajo el prisma de nuestro egocentrismo y emociones; en
segundo lugar, porque proyectamos lo que queremos hacer desde nuestros deseos,
nunca es desde una realidad común. La arrogancia en su primera vertiente tiene
también dos actitudes: una, la ofensiva, y otra, la que se ofende; y, en su
segunda vertiente, la despreciativa y la falsa humildad. Como toda arrogancia
exige pero no da, está llena de orgullo, es ignorante y como toda mentira llena
de cobardía.
La ingenuidad inmadura del ser es una perspectiva
ingenua e intolerante ante situaciones que no controlas como el sufrimiento, la
frustración o la incertidumbre. Esto puede provocar que necesites desde una fe
inmadura un apego afectivo que calme tu intolerancia a ver la realidad como es.
Creo en un Dios bajo cuya protección estas situaciones que no puedo controlar
adquieren un cierto orden. De todas formas, estos cimientos poco pueden
soportar una frustración personal o ideológica, y aquí es donde saldrá a
relucir nuestra intolerancia. Tendré que agarrarme a una idea, una experiencia
o una ideología que descartará todas las demás, porque en realidad necesito un
apego afectivo que me proporcione una firmeza intolerante para que no pueda
llenarme de dudas y desesperación.
La ingenuidad es intolerante porque no soporta la
frustración, de ningún tipo. Le cuesta mucho integrarla, la percibe como una
agresión y reacciona defendiéndose porque si no, lo único que quedaría sería el
pánico y la sensación de humillación y cobardía. Su verdadero problema es
discernir la realidad de su propio egocentrismo, es decir, encerrarse en sí
mismo.
La ingenuidad inmadura del ser solo es un problema en
unos aspectos, en otros los tiene bien integrados: controla la situación y sabe
discernirla. La ingenuidad no es estupidez, es lo que todos somos antes de
madurar psicológicamente y, como hablamos en este escrito, espiritualmente. Esto
último mucho más difícil de cambiar.
Mucho más difícil de cambiar porque en el mundo psicológico
vamos experimentando la vida y su realidad, con sus alegrías y sus sufrimientos.
Así nos vamos haciendo adultos, sabiendo integrar nuestras experiencias en la
realidad que se ve, que, salvo excepciones, todos ven. Sin embargo, la
ingenuidad espiritual necesita experimentar desde las decisiones que tomamos de
elegir el bien o el mal, teniendo una ventaja y a la vez un inconveniente. La
ventaja es que podemos transformar el corazón de piedra por uno de carne o,
siguiendo el escrito, cambiar la arrogancia y la ingenuidad inmadura del ser
por humildad y por inocencia de corazón. El inconveniente es que cambiar el
corazón requiere un camino duro y es una realidad que no se ve, cualquiera no
la ve, porque primero tienes que creer en la verdad de Jesucristo, piedra
angular de nuestra fe, dándote cuenta de que todo lo que dijo es verdad, aunque
la razón no sepa interpretarlo. El camino requiere hacerlo en grupo (“donde dos
o más os reunáis en mi nombre, allí estaré yo”). Quizá la ventaja es el
inconveniente, y el inconveniente tu ventaja, esto dependerá de que pruebes a
hacerlo y no lo dejes en teoría.
Basándose en una fe de creer en la verdad, esa verdad
te quiere hacer libre, porque la verdad tiene vida y te das cuenta de que en
realidad eres esclavo de tu pecado (mentira, maldad, un mundo interior que no
tiene vida). Querer salir y pedirle a DIOS que te ayude es el inicio del
camino, un camino en el que exactamente como al pueblo de Israel, Dios sacó de
Egipto y educó en el desierto hasta llevarlo a la tierra prometida, pasando por
todas las tentaciones, apropiaciones y alegrías. El camino de la transformación
es idéntico.
Si quitamos a un ser humano la arrogancia en sus
varias versiones y la ingenuidad inmadura de su espíritu, obtendríamos un ser
humilde e inocente de corazón. En lo primero, el pecado hace dudar para
distorsionar la realidad; en lo segundo, el amor de Dios da luz para verla. Uno
miente, otro dice la verdad. Esto como fórmula es correcta, pero evidentemente
para ir de un sitio a otro existe un camino que los grandes Santos han
recorrido para ser testigos de esta realidad: existe ese camino. Un creer en la
verdad, darse cuenta de la esclavitud de su pecado y una lección de humildad en
un largo camino que recorrer.
Una humildad que se va instalando poco a poco en el
corazón del hombre y que comienza, como todo lo sencillo, silenciando a uno
mismo para poder ver y escuchar a los demás, abriéndose ante sus ojos una
realidad que no está distorsionada, porque existe una realidad común en la cual
todos somos iguales y no reina el pecado si no el Amor.
La humildad es generosa, sabia, modesta,
misericordiosa, real, valiente, sincera, paciente, distingue el bien y mal, es
pura dignidad, fuerte, cree en los demás. Como dice Santa Teresa, la humildad
es vivir en la verdad.
Sólo conoceremos la verdadera humildad, la de las
bienaventuranzas, cuando sintamos en pura relación cuánto nos quiere DIOS. Para
ello necesitamos relacionarnos con ÉL a través del cambio de corazón, pasando
de un corazón de piedra (soberbio e inmaduro) por otro de carne (humilde y
maduro). La tierra prometida es nuestro cambio de corazón; la esclavitud del
pueblo en Egipto, nuestra esclavitud; sus miedos, nuestros miedos; sus debilidades
son también las nuestras; su protector es el nuestro, DIOS; su guía, Moisés; el
nuestro, la Iglesia, el cuerpo místico de Jesús resucitado. Para creer en esto
y en que todo lo que dice Jesús es la verdad y la realidad, no hay que ser
ingenuo (alguien que puede ser engañado), sino inocente (alguien que conoce la
verdad y no puede ser engañado).
La humildad y la inocencia son las dos alas que te
elevan hasta DIOS (Santa Teresita de Lisieux). La inocencia confía en quien es
digno de confianza, es ternura, es paz, felicidad, la inocencia conoce a DIOS,
es dulce, dice siempre la verdad, no tiene miedo al sufrimiento ni a la
incertidumbre, la humillación no le duele, no siente rencor, es totalmente
libre, la inocencia es felicidad, pureza y firmeza.
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