domingo, 28 de febrero de 2016

LA ARROGANCIA

Una vida como cualquier otra, educada entre un concepto relativista del bien, el mal, el yo y el tú, que intenta equilibrar lo que desea y lo que decide, parece fácil y, sin embargo, es el inicio del fracaso. Ese fracaso que ocultamos porque en realidad no podemos darle una explicación razonable de por qué buscamos el bien, el amor, el tú, la misericordia, la esperanza, la unión, la integración y, sin embargo, no podemos hacer que reinen en nuestras vidas con constancia, con verdadera vida. 

Dicen que el infierno está lleno de buenas voluntades y malas decisiones. Mi voluntad quiere hacer el bien, y lo intentamos, pero a la mínima resistencia no lo podemos hacer, suele surgir lo contrario: juzgar al prójimo, no perdonar, perder la esperanza, no integrar sino buscar lo que te interesa; en definitiva, nuestros sueños de amor chocan con la realidad del otro, que también tiene la misma voluntad de hacer el bien y curar las injusticias, pero esa idea que nos une, su desarrollo nos desune. ¿Será que toda esa buena voluntad es en realidad una adoración de un pensamiento (Dios) que nace de nuestra propia arrogancia humana? ¿O puede ser una ingenuidad inmadura del propio ser que no ve la realidad en sí misma y, por tanto, es intolerante ante situaciones que no controla?
La arrogancia tiene en sí misma dos vertientes: la que se expresa en ser superior al otro y la que desprecia para rebajar a la otra persona. Si a esto añadimos una ingenuidad inmadura del ser, intolerante por su propia naturaleza, tenemos un corazón lleno de emociones, de buenas voluntades, pero a la vez intransigente e incapaz de amar.
La arrogancia y la ingenuidad inmadura del ser son una distorsión de la realidad en todos los aspectos. El primero, en cómo nos vemos nosotros mismos, siempre bajo el prisma de nuestro egocentrismo y emociones; en segundo lugar, porque proyectamos lo que queremos hacer desde nuestros deseos, nunca es desde una realidad común. La arrogancia en su primera vertiente tiene también dos actitudes: una, la ofensiva, y otra, la que se ofende; y, en su segunda vertiente, la despreciativa y la falsa humildad. Como toda arrogancia exige pero no da, está llena de orgullo, es ignorante y como toda mentira llena de cobardía.
La ingenuidad inmadura del ser es una perspectiva ingenua e intolerante ante situaciones que no controlas como el sufrimiento, la frustración o la incertidumbre. Esto puede provocar que necesites desde una fe inmadura un apego afectivo que calme tu intolerancia a ver la realidad como es. Creo en un Dios bajo cuya protección estas situaciones que no puedo controlar adquieren un cierto orden. De todas formas, estos cimientos poco pueden soportar una frustración personal o ideológica, y aquí es donde saldrá a relucir nuestra intolerancia. Tendré que agarrarme a una idea, una experiencia o una ideología que descartará todas las demás, porque en realidad necesito un apego afectivo que me proporcione una firmeza intolerante para que no pueda llenarme de dudas y desesperación.
La ingenuidad es intolerante porque no soporta la frustración, de ningún tipo. Le cuesta mucho integrarla, la percibe como una agresión y reacciona defendiéndose porque si no, lo único que quedaría sería el pánico y la sensación de humillación y cobardía. Su verdadero problema es discernir la realidad de su propio egocentrismo, es decir, encerrarse en sí mismo.
La ingenuidad inmadura del ser solo es un problema en unos aspectos, en otros los tiene bien integrados: controla la situación y sabe discernirla. La ingenuidad no es estupidez, es lo que todos somos antes de madurar psicológicamente y, como hablamos en este escrito, espiritualmente. Esto último mucho más difícil de cambiar.
Mucho más difícil de cambiar porque en el mundo psicológico vamos experimentando la vida y su realidad, con sus alegrías y sus sufrimientos. Así nos vamos haciendo adultos, sabiendo integrar nuestras experiencias en la realidad que se ve, que, salvo excepciones, todos ven. Sin embargo, la ingenuidad espiritual necesita experimentar desde las decisiones que tomamos de elegir el bien o el mal, teniendo una ventaja y a la vez un inconveniente. La ventaja es que podemos transformar el corazón de piedra por uno de carne o, siguiendo el escrito, cambiar la arrogancia y la ingenuidad inmadura del ser por humildad y por inocencia de corazón. El inconveniente es que cambiar el corazón requiere un camino duro y es una realidad que no se ve, cualquiera no la ve, porque primero tienes que creer en la verdad de Jesucristo, piedra angular de nuestra fe, dándote cuenta de que todo lo que dijo es verdad, aunque la razón no sepa interpretarlo. El camino requiere hacerlo en grupo (“donde dos o más os reunáis en mi nombre, allí estaré yo”). Quizá la ventaja es el inconveniente, y el inconveniente tu ventaja, esto dependerá de que pruebes a hacerlo y no lo dejes en teoría.
Basándose en una fe de creer en la verdad, esa verdad te quiere hacer libre, porque la verdad tiene vida y te das cuenta de que en realidad eres esclavo de tu pecado (mentira, maldad, un mundo interior que no tiene vida). Querer salir y pedirle a DIOS que te ayude es el inicio del camino, un camino en el que exactamente como al pueblo de Israel, Dios sacó de Egipto y educó en el desierto hasta llevarlo a la tierra prometida, pasando por todas las tentaciones, apropiaciones y alegrías. El camino de la transformación es idéntico.
Si quitamos a un ser humano la arrogancia en sus varias versiones y la ingenuidad inmadura de su espíritu, obtendríamos un ser humilde e inocente de corazón. En lo primero, el pecado hace dudar para distorsionar la realidad; en lo segundo, el amor de Dios da luz para verla. Uno miente, otro dice la verdad. Esto como fórmula es correcta, pero evidentemente para ir de un sitio a otro existe un camino que los grandes Santos han recorrido para ser testigos de esta realidad: existe ese camino. Un creer en la verdad, darse cuenta de la esclavitud de su pecado y una lección de humildad en un largo camino que recorrer.
Una humildad que se va instalando poco a poco en el corazón del hombre y que comienza, como todo lo sencillo, silenciando a uno mismo para poder ver y escuchar a los demás, abriéndose ante sus ojos una realidad que no está distorsionada, porque existe una realidad común en la cual todos somos iguales y no reina el pecado si no el Amor.
La humildad es generosa, sabia, modesta, misericordiosa, real, valiente, sincera, paciente, distingue el bien y mal, es pura dignidad, fuerte, cree en los demás. Como dice Santa Teresa, la humildad es vivir en la verdad.
Sólo conoceremos la verdadera humildad, la de las bienaventuranzas, cuando sintamos en pura relación cuánto nos quiere DIOS. Para ello necesitamos relacionarnos con ÉL a través del cambio de corazón, pasando de un corazón de piedra (soberbio e inmaduro) por otro de carne (humilde y maduro). La tierra prometida es nuestro cambio de corazón; la esclavitud del pueblo en Egipto, nuestra esclavitud; sus miedos, nuestros miedos; sus debilidades son también las nuestras; su protector es el nuestro, DIOS; su guía, Moisés; el nuestro, la Iglesia, el cuerpo místico de Jesús resucitado. Para creer en esto y en que todo lo que dice Jesús es la verdad y la realidad, no hay que ser ingenuo (alguien que puede ser engañado), sino inocente (alguien que conoce la verdad y no puede ser engañado).
La humildad y la inocencia son las dos alas que te elevan hasta DIOS (Santa Teresita de Lisieux). La inocencia confía en quien es digno de confianza, es ternura, es paz, felicidad, la inocencia conoce a DIOS, es dulce, dice siempre la verdad, no tiene miedo al sufrimiento ni a la incertidumbre, la humillación no le duele, no siente rencor, es totalmente libre, la inocencia es felicidad, pureza y firmeza.

Si mi padre y mi madre me abandonan, Dios me acogerá. Quiero sentir la pureza y la fe de este salmo, quiero que todos lo sientan, como un niño que regresa lleno de humildad y de inocencia sabiendo que la humillación nada duele, que sólo es insoportable la ausencia de mi PADRE DIOS.

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